ABC (Sevilla)

Pablo Aguado bucea por la Edad de Oro del toreo

▸El sevillano toreó en el patio del cortijo de Hato Blanco Viejo, que en su día fue plaza de tientas y rincón en el que se conocieron Juan Belmonte y Joselito

- JESÚS BAYORT SEVILLA

Los pajarillos se asoman por la tronera del tiempo en Hato Blanco Viejo. Lo que ahora es el patio del cortijo, antes fue su placita de tientas. Y su palomar, un graderío de excepción. El traje de corto del torero lleva bordada en pana la esencia campera. Como la inveterada pata del piquero, como los zahones o como el palquillo del ganadero. Su pino es emblema de la peregrinac­ión rociera. Tronco centenario que fue testigo del germen de la dualidad más cimera. Mientras que la gente de Coria guarda una sevillana en su memoria –«El pino de Hato Blanco / tiene una historia grabá / que nació en medio del campo / pa cobijá a mi hermandad»–, las páginas de ABC están grabadas con la tinta de un encuentro vital. Que fue génesis de la Edad de Oro de Gallito y Belmonte y antesala del toreo moderno que concretó Chicuelo.

La monumental crónica de Manuel Sánchez del Arco ‘Giraldillo’ ya luce color de bronce en la hemeroteca de este periódico. Belmonte respondía, indirectam­ente, al gran enigma de esa supuesta rivalidad. Algo forzada, procurada por amigos y partidario­s. Fue durante el invierno de 1911 cuando a Juan Belmonte, que aún debía tener 18 años, lo invitaron a un tentadero en el cortijo de Hato Blanco; por entonces, propiedad de Carlos Vázquez. Los amigos, que sabían de la presencia de Joselito, buscaron la confrontac­ión. Aunque al final, como después siempre ocurrió, Juan le dio la razón. «Yo abrí mi capote y me fui para la vaca que me habían reservado. ‘¡Juan! ¡Ahí, no! ¡Ahí, no!’, me gritó José. Yo no le hice caso. Insistí, un poco picado por la advertenci­a, que parecía una lección, que yo no tenía por qué recibir. Se arrancó la vaca y yo sufrí una terrible voltereta. José tenía razón. ¡La tuvo siempre ante los toros!».

El fugaz inicio de una dualidad inmortal. Ni uno era todavía el rey de los toreros ni el otro era el pasmo al que idolatraro­n los trianeros. La clarividen­cia del niño prodigio, frente a la rebeldía y salvajismo del hijo del quincaller­o. Lo apolíneo y lo dionisíaco. Tras la lectura, Pablo los siente en este lugar. Como dijo aquel, todo lo que alcanza la vista «es de papá». O era. El gran latifundio de la familia Vázquez: Hato Blanco, Hato Ratón, Partido de Resina y la Cigüeña, orilla marismeña del Parque Natural de Doñana. Que pronto pasó a manos de los Campos. Y ahora, como el pino de la misa rociera, se ha quebrado en sus dos últimas mitades. La de Curro (en ella estamos) y la de su hermano Ernesto. La bicefalia de Campos Peña. El primero gestiona la rama Guateles y el segundo la sangre Murube-Urquijo. En los corrales, estratégic­amente colocados entre la antigua y la nueva placita de tientas (1979), hay dos becerras encerradas. El pelaje, las hechuras y su posterior comportami­ento cantan rápidament­e la procedenci­a.

Este singular tentadero, casi idéntico al que conocieron José y Juan, es el corazón del cortijo de Hato Blanco. Enlace entre sus principale­s dependenci­as: el guadarnés, los corrales, las cuadras y la vivienda. Un poco más al fondo están los silos para el secado y conservaci­ón del arroz. Aquí todo está a la mano, como todo es aprovechab­le. Autosufici­encia, lo llaman. El silbido lejano de unos tractores violan la intimidad de la tarde. Van y vienen. Lo que no vale para el consumo humano, vale para la crianza del toro bravo. Desechos de puerro, escarola, naranjas trituradas, capote de almendras… Los novillos andan a cornadas con las especies autóctonas y migratoria­s –ánsares, moritos, flamencos, gallo azul…–, enemigas todas de la siembra. «En una tarde pueden acabar con veinte mil kilos de arroz», cuentan.

En esta casa, en la que se aprovecha hasta el límite lo que regala la tierra, desconfían de lo artificial. Como el torero, que cambia el gesto ante el posado que pide la fotógrafa. Se niega: «Hazme todas las que quieras, pero que sean naturales, no quiero posar». Una simple anécdota que refleja su condición personal, y también artística. Frente a lo postizo, lo natural; y frente a lo estudiado, lo inesperado. Como su toreo. Intrigante, sorpresivo. Sus zahones aún desprenden el inconfundi­ble olor a piel recién curtida por un paisano de Manuel Ruiz ‘Manili’, que los labró sobre el patrón de unos que usó el padre del torero, que también fue amigo de esta casa. Cuando Julio Aguado era hermano mayor de la Hermandad de Triana, Curro Campos Peña (padre del propietari­o actual de esta ganadería) era presidente de la Hermandad de Coria.

La fiesta de los toros

La tarde del pasado viernes fue una fiesta en Hato Blanco Viejo. Un descubrimi­ento para el cronista. Por la finca, por su historia y por su gente, sencilla y espléndida. Los boxes de los caballos son burladeros improvisad­os. De uno de ellos salta a modo de espontáneo un bisnieto de José Flores ‘Camará’, que sabe torear con compás. En el palquillo (un balcón sobre el patio) están los más pequeños de la familia. Padre e hijo se lanzan la libreta, balcón abajo, burladero arriba. Al hijo le han inoculado el veneno del torero.

Que igual que intercambi­a los papeles con su padre toma prestado el capote de Aguado para lancear en los medios. La segunda becerra repite el patrón de la primera: de calidad y nobleza extremas. La pregunta cae como los lambreazos de Aguado: «¿Suelen salir todas las becerras así?» –preguntamo­s– «Generalmen­te sí», responden.

La estampa torera de Pablo Aguado parece sumergida en este rincón marismeño, como si buceara por el misterio del toreo de José y Juan. Sus muletazos, especialme­nte al natural, caen más que antes. Dos dedos de franela que arrastran por el albero en cuanto las becerras se asientan. No lo niega el torero: «Es verdad, es algo que estoy intentando hacer cada vez más». Esa caída le da más profundida­d al trazo y rotundidad al conjunto. Apenas abre el compás en su presentaci­ón; cortito, sin forzar la ligazón. Que fluya cuando el animal quiera, sin aprovechar ventajas. Su enjuta figura y afilada mirada reflejan el tramo de la temporada, la cercanía de Sevi

Hato Blanco Viejo es un emblema del camino rociero de Coria del Río, hermandad que pernocta bajo su centenario pino

A poco más de un kilómetro de la finca resplandec­ía sobre el verde de unos cereales una figura mitológica: Paco Ojeda

La ganadería de Campos Peña ha dividido sus dos procedenci­as e hierros: Curro se encarga de la vía Guateles y Ernesto de la línea Murube

lla y Madrid. El miedo y la responsabi­lidad, siempre puntuales en la víspera del acontecimi­ento.

Cuando termina el tentadero, las puertas del cortijo se abren de par en par a la Marisma. Galopan las becerras en una tierra por la que aún hoy sigue galopando un ‘lobo solitario’, autóctono de la zona que jamás emigra. El coche del cronista se detiene a las cuatro menos cuarto de la tarde, a un kilómetro de Hato Blanco Viejo, toda

vía en el término municipal de Villamanri­que de la Condesa (Sevilla). Una aparición casi mitológica despunta sobre el verde y detiene el trayecto. Es Paco Ojeda, que declina la invitación, para seguir en su indómito mundo salvaje. Genio y figura.

A las seis y media de esta tarde, no sabemos qué hará el revolucion­ario de la Marisma. Sí tenemos claro lo que hará, o procurará hacer, Pablo Aguado. Que la suerte le acompañe.

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 ?? // FOTOS: TAMARA ROZAS ?? Sobre estas líneas, Pablo Aguado torea al natural a una becerra de la ganadería de Hato Blanco en el patio del cortijo, que hasta 1979 sirvió como plaza de tientas
// FOTOS: TAMARA ROZAS Sobre estas líneas, Pablo Aguado torea al natural a una becerra de la ganadería de Hato Blanco en el patio del cortijo, que hasta 1979 sirvió como plaza de tientas
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 ?? ?? Derechazo de Aguado a una becerra de procedenci­a Guateles
Derechazo de Aguado a una becerra de procedenci­a Guateles
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Foto de familia con los ganaderos e invitados al tentadero

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