JM NIETO La mariposa blanca de los toros
Tabarro y Oloroso, de Santiago Domecq y El Parralejo, han mostrado el gran milagro de la tauromaquia: que también vence a la ley de la gravedad
PLANEABA Oloroso sobre los empeines de Perera, casi como un avión de papel, para hacer gravitar los números de la tablilla por la yema de la Maestranza. Y me pregunté: ¿cuánto pesa un toro? La ley de la gravedad es la cuarta dimensión de la tauromaquia. Los terrenos, las distancias y las alturas son magnitudes físicas. Pero la gravedad es metafísica. Si el toreo es la victoria del hombre sobre todos sus instintos naturales —el miedo, el sesgo de supervivencia, la huida, la defensa del territorio, la sumisión o la ira—, cuando el toro flota se produce una sublimación superior porque porque es un animal quien derrota a su propia naturaleza al transformar su violencia en una danza. Suele plantearse la lidia como un duelo entre la inteligencia humana y la brutalidad animal. Pero no es tan simple. A veces el toro se humaniza porque doblega a su misma esencia y, siendo una mole, aparenta moverse como una mariposa. Cuando Tabarro le quiso oler los talones a David de Miranda, embistiendo como si le estuviese bailando a la Fernanda por soleá, el ganadero Santiago Domecq alcanzó su quimera: poner alas a una fiera. Romper el mito del minotauro. Que del laberinto de Creta salgan volando Dédalo y la bestia por igual. Cuando Oloroso orbitó por las medias de Miguel Ángel Perera, pitones al ralentí, Javier Moya Yoldi soñó el sueño de su padre: que la arena del cono inferior ascienda por el reloj, que Newton no tenga razón.
Será casualidad, pero durante la tanda más larga del Parralejo una mariposa blanca sobrevoló la cruz del toro. No es una metáfora. Ocurrió. La feria tempranera ha roto los capullos del Guadalquivir y ha traído el imago de las orugas a los tendidos sustituyendo las alas de los vencejos por el frágil revoloteo de las mariposas. Y esa coincidencia nos ha ofrecido una estampa que solivianta todas las leyes de la física. A poco que uno mirase bien el toro y la luz le permitiese distinguir el aleteo blanco a su alrededor, la imaginación fabricaba una metamorfosis extraña que confundía la bravura con la vulnerabilidad, la fuerza con la coreografía. ¿Quién estaba embistiendo realmente, el toro o lo mariposa?
Se puede medir la gravedad de una cornada, pero no la gravedad del miedo. Se puede pesar un morlaco en canal, pero no en su embestida. Se puede saber lo que pesa un manso, pero jamás por qué levita un toro noble. Se puede marcar el compás de un muletazo técnicamente perfecto, pero no se sabe el tiempo que dura un natural imperfectamente profundo. La tauromaquia es el combate entre esas dos ideas, no entre lo salvaje y lo cognitivo, entre lo racional y lo irracional, sino entre la razón y la fantasía. Cuando Tabarro y Oloroso dieron sus aletadas a ras de suelo, persiguiendo la verdad, se demostró una vez más que el toreo es una de las grandes elevaciones culturales de la historia de la humanidad. Porque encierra la virulencia de un toro en la quebradiza crisálida de una mariposa. Y borra con la belleza los temibles números de la tablilla.