ABC (Sevilla)

Verde esperanza de Romero

La esperanza es virtud, es gracia para el cristiano, es querer vivir en paz y sabiéndono­s creados por un Dios que mira al mundo y lo lleva entre las manos.

- POR LUTGARDO GARCÍA LUTGARDO GARCÍA DÍAZ ES POETA

UNA virtud teologal es la esperanza y es algo que sabemos lo que es, pero tal vez no acertamos a definir con palabras. Algo sublime y cercano, como el tiempo o la verdad, como el amor o el abrazo de un amigo de la infancia, como la luz del ocaso… todo aquello que engrandece y no puedes explicarlo. Sí, la esperanza es virtud, es gracia para el cristiano, es querer vivir en paz y sabiéndono­s creados por un Dios que mira al mundo y lo lleva entre las manos. La esperanza es esperar, ser consciente­s del regalo que es la vida que nos dieron sin que nos la merezcamos. Es vivir buscando a Dios, es mirar hacia lo alto, es soñar eternidad, es esperar que la mano de la luz te envuelva en oro sin esperar nada a cambio. Siendo pobres, la esperanza nos convierte en millonario­s poseedores de un tesoro que es la ilusión. Esperamos la plenitud prometida y ese sueño lo guardamos en los arcones del alma sin que pueda erosionarl­o ni la angustia, ni el dolor, ni la muerte ni el fracaso.

Sevilla, que de esperanzas sabe lo que no está hablado e igual la encuentra en el puente que la deslumbra en un Arco, sabe bien de una esperanza que lleva un nombre asignado. La esperanza es descubrir que es abril y está anunciado en los carteles del mundo -cada esquina es un retablo- un nombre: Curro Romero. El nombre de un ser humano que nos devuelve la gloria de soñar con el pasado. Un nombre que trae consigo un andar lento y templado, unas hojas de romero, un traje color tabaco, el desplegar de una capa como minúsculo ocaso recogido por las yemas, suavemente, muy despacio… Un lance es una caricia, es un soplo del océano, es una hoja naciendo, es un soplo de lo alto, un dolor que nos bendice, es como un beso en los labios. Un lance es una verdad, es un sueño dibujado, una canción sin palabras, una herida en los costados. Toda la vida se puede vivir en un capotazo, de esos que llevan el tiempo confundido en el engaño. Todo eso lo hizo él, y por eso aún lo esperamos, lo vemos por las troneras del recuerdo caminando. Ángel de los callejones que repartía milagros y sembraba la armonía entre el mundo y el espacio.

Bajo el signo de diciembre, adviento en el calendario, vino a nacer entre el río y los mosaicos romanos. Le han llamado «el faraón» porque llevaba guardados los papiros y el perfume, la escritura de los astros, la luz de plata del Nilo que busca el Mediterrán­eo. Faraón es «casa grande», ese es su significad­o. Su toreo -más que casa- viene a ser como un palacio en donde habita la gracia, es un castillo encantado por donde corren los duendes con música entre las manos. Le dicen «el faraón» pero para mí es el mago, que hizo que medio minuto se convirtier­a en cien años, que volvió el instante eterno, e hizo del detalle un rapto, un soplo de eternidad, un lugar de lo sagrado.

De la esperanza, decimos, porque lo dijo San Pablo, que es la segunda virtud y por ella «somos salvos». Que es un don que siembra Dios, no es un estado de ánimo. Con solo tenerla ya, empezamos a salvarnos. Y él nos salvó tantas tardes de lo triste, de lo aciago, y con salir a las rayas, con solo un abrir de manos nos hizo creer de nuevo, sentirnos afortunado­s. Hizo verdad la esperanza y la hizo toreando. Una bienaventu­ranza es llamarse partidario y en el monte de un tendido, a boca llena proclamo: Dichosos los que lo vieron. Dichosos los que aguardaron. Los que tuvieron paciencia y estuvieron a su lado a pesar de las tormentas, de las cruces y el calvario. Dichosos los que supieron lo que envolvía aquel paño. Los que pudieron callar a insultos del populacho. Los que ofrecieron la otra mejilla al almohadill­azo. Dichosos los que esperaron las enseñanzas de un sabio, hombre de pocas palabras, niño que creció en el campo y que escribió su evangelio sobre el albero dorado. Dichosos los que contaron sus prodigios y su encanto porque a ellos se les dio la gloria en u fogonazo. Porque de ellos es el reino del recuerdo inmaculado.

La esperanza es torear, como él hizo, tan despacio que pareciera que el mundo se estuviera despertand­o. Es sentirnos en el Cielo, saber que se han ordenado la luz, la música, el viento en un simple muletazo. Si el color de la esperanza es el verde, aquí pensamos, que es el verde del romero que tantas tardes colgamos como credo misterioso de la fe que proclamamo­s.

Es el verde del romero que llovía grada abajo cuando al fin se revelaba lo que se había anunciado. Verde de las profecías que salían de los patios, de los jardines del sur, de los montes, de los campos para cantar en cien lenguas que él estaba toreando. La esperanza es que Sevilla, hoy lo siga recordando, porque estamos en abril, en el mes de los milagros, cuando resucita todo en la pascua que es el paso a la tierra prometida, a los bienes que esperamos. Y Sevilla espera así, verlo caminar despacio hacia un patio de cuadrillas, donde resuenan los cascos, donde se lían cien miedos por los callejones blancos. Soñamos verlo venir, con azabaches de antaño y su esperanza guardada dentro de un pañuelo mágico. Como una madre del sur, Sevilla lo está esperando, para decirle al pasar, imponiéndo­le las manos: «Francisco Romero López, Dios te guarde muchos años».

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