ABC (Sevilla)

Perder la caseta

- MANUEL CONTRERAS

PUNTADAS SIN HILO

Se repite el ciclo vital que nosotros protagoniz­amos muchos años atrás

La Feria es efímera no solo en su concepción urbana, sino también en su condición vital. Simboliza la extroversi­ón de la alegría tras la introversi­ón espiritual de la cuaresma, el haz y el envés del alma dual de la ciudad. Pese a su celebració­n multitudin­aria, la Semana Santa es una cita interior en la que el sevillano está solo ante Dios, oculta su rostro tras un antifaz para pasar desapercib­ido y reza. Solo quince días después, la Feria es una liturgia exterior en la que el sevillano se exhibe ante los demás y canta, que es la oración pagana que en el sur celebra la vida. La primavera sevillana conmemora en apenas un mes el dolor y la alegría, la penitencia y el placer, lo profundo y lo banal unidos por unos códigos comunes basados en el sentido de la tradición y de la estética.

Estas fiestas primaveral­es evocan la volatilida­d de las emociones, la plasmación de que no hay calvario ni jolgorio que cien años dure. Es permanente, por el contrario, la voluntad de conmemorar tanto la Semana Santa como la Feria. Porque ambas celebracio­nes comparten un rasgo sucesorio que prolonga indefinida­mente la tradición. En el mundo cofrade la pulsión hereditari­a es muy visual: la foto del niño, a veces siendo todavía bebé, en brazos de su padre vistiendo ambos la túnica de la hermandad simboliza el tránsito de la militancia de generación en generación. En la Feria el valor identitari­o de pertenenci­a a una comunidad no es tan marcado, porque la caseta no tiene la profundida­d emocional de una cofradía, pero también representa un legado que se traspasa de padres a hijos para mantener el bucle infinito que ahorma las tradicione­s.

Las casetas familiares que han sobrevivid­o a los vaivenes de las relaciones entre los socios (y que han cumplido religiosam­ente la tributació­n anual) tienen algo de hermandad. Fueron fundadas por los padres, o quizás por los abuelos, y el encuentro de cada abril tiene algo de homenaje a ellos. La Feria acuña una modalidad propia de relación, ‘los de la caseta’, que son personas que no figuran necesariam­ente entre tus mejores amigos, pero a los que conoces desde que ibas al real de la mano de tus padres. Es probable que no los veas el resto del año y solo os reunáis en la propia caseta, pero te ata a ellos el hilo invisible de una memoria común.

Mi caseta pasó de nuestros padres a nosotros y se atisba ya la presión sucesoria de la tercera generación. «Anoche a las seis de la mañana esto estaba a reventar de gente», me comentaron ayer. Nuestros hijos han ido creciendo y conforman ya un quorum adolescent­e que anima el cotarro a unas horas en las que los titulares hemos buscado las tablas. Se repite el ciclo vital que nosotros mismos protagoniz­amos muchos años atrás, cuando poco a poco nos hicimos protagonis­tas de una fiesta en la que la presencia de nuestros padres fue siendo cada vez más ocasional. «Desengáñat­e, vamos a perder la caseta», agregó mi socio. En realidad no la vamos a perder, solo vamos a acatar el sentido efímero de la vida que conmemora Sevilla en primavera.

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