La épica de Escribano
MOLINETES Y TRINCHERAZOS
Un torero emocionado tiene algo de ese arcángel que se crece en la batalla
LA sublime visión del héroe cuando atropella a la razón es precisamente perder ese sentido de lo racional. Es ahí, en ese estado de incertidumbre, cuando amanecen nuevos atardeceres, insospechados, claro, de aquel que se viste de torero cual Perseo ante Medusa. Yo creo que Manuel Escribano, en la corrida ante los siempre difíciles Victorinos, cruzó ese umbral de lo irracional, y no creo que lo hiciera inconscientemente (aunque nos parezca una locura), pues miró y fue visto por la tragedia de la cornada ante ese fiero primer Victorino en aquella portagayola, y pese a parecer vencido y ser violentamente corneado, tuvo ese inaudito, catártico y volcánico impulso de volver a la batalla para no ser arrollado por el drama y el dolor. Y lo hizo Escribano en el mismo sitio, nuevamente a portagayola de rodillas, esperando en su fe toparse con ese mismo destino de la cornada acaecida unos toros antes, como aquel que está deseoso de volver a mirarse ante el miedo para decirle arrogantemente: «Aquí estoy para volverte a mirar a los ojos sin pestañear».
Se dice del arcángel Miguel que fue aquel jefe de los ejércitos de Dios, pues todo logro o gesta precisa de cierta o ardua batalla interior. Y es entonces cuando la emoción puede con todo, pues un torero emocionado tiene algo de ese arcángel que se crece en la batalla para superar sus avatares. Escribano supo mucho de esto, no ya por las orejas (excesivas y, por ende, anecdóticas), sino por el éxito de su encrucijada, por ese ser embriagado por el sentimiento de ese lado crepuscular del miedo y su valor. Lo que hizo este diestro fue dar sentido a aquello que nos escribió Nietzsche, que vivir peligrosamente es el camino para ser dichosos, aludiendo filosóficamente que sólo aquellos que cruzan esas antípodas probablemente serán los que saben de ese sentir y sentido de la vida, de esa entrega de lo abismal hacia el arte. Y en todo ello no hace falta hablar del valor, pues en toda gesta heroica se da por sabido, ese valor que es fe, en ese aspecto religioso del sacrificio que nadie ve, pero que llegada la tarde se intuye, pues se torea por instinto y obra de fe, no sólo por lo que se cree, sino también por aquello imposible de creer.