Celebremos el único éxito de Trump
Ni los partidarios de Trump, que quieren que vuelva a la Casa Blanca, ni sus adversarios, que le temen, serían capaces de nombrar una sola política o decisión importante que haya caracterizado su primer mandato. Es la paradoja de Trump y del trumpismo, que fue sobre todo retórica y nunca una política que se hubiera seguido. Con una excepción, de la que ni Trump ni los trumpistas hablan nunca: el notable éxito de la vacuna contra el Covid. Si esta vacuna pudo desarrollarse y distribuirse en menos de un año, frente a los cinco o diez que normalmente se tarda en producir una nueva, fue gracias a una gigantesca inversión del Gobierno federal estadounidense, a iniciativa de Donald Trump, llamada entonces Warp Speed y que en español se traduciría como ‘velocidad de distorsión o de giro’. Gracias a Warp Speed, los laboratorios británicos, alemanes y estadounidenses pudieron vacunar a millones de pacientes en todo el mundo y salvar otras tantas vidas. ¿No sería esto motivo para aplaudir el éxito de una política presidencial extraordinaria? Pues no. Los antitrumpistas prefieren olvidado. Y los protrumpistas, empezando por el propio expresidente, nunca lo mencionan por miedo a ofender a sus partidarios antivacunas. No obstante, hay que recordar que Donald Trump y toda su familia tuvieron la precaución de vacunarse contra el Covid.
El hecho de que las vacunas hayan sido objeto de controversia política y filosófica desde la noche de los tiempos no es nada nuevo. A partir del siglo XVIII, cuando la viruela, que mataba o dejaba marcados a multitud de pacientes en Europa y Asia, fue contenida y luego vencida gracias a la creación de una vacuna, su utilidad fue objeto de acaloradas disputas entre filósofos, teólogos, médicos y políticos. Afortunadamente, Gran Bretaña y Francia estaban gobernadas por dirigentes relativamente ilustrados. La aristocracia y la nobleza hicieron que los vacunaran en público a ellos y a sus hijos, y poco a poco, consiguieron eliminar las reticencias de los ciudadanos. Hay que recordar que los más hostiles a la vacunación en aquella época eran los profesionales de la medicina, que no entendían nada de la paradoja de la vacunación: inocular la enfermedad para combatirla. Estos matasanos también temían perder su clientela.
Desde entonces, las vacunas han conservado su carácter tan mágico como científico, lo que explica que la polémica en torno a su uso siga siendo moneda corriente, a pesar de las pruebas físicas de su eficacia. Peor aún, esta eficacia en sí misma aún no está plenamente reconocida. En Estados Unidos, en particular, algunos candidatos a las elecciones presidenciales y locales no tienen otro programa que oponerse a cualquier tipo de vacunación. Sin embargo, las cifras son definitivas y no se pueden impugnar. Si hemos de creer al prestigioso Centro de Observación del periódico británico ‘The Economist’, el número de víctimas del Covid-19 habrá sido mayor de lo que nadie imaginaba en su momento. Murieron al menos veinte millones de personas, lo que sitúa al Covid en la misma categoría que la llamada gripe española de 1919. Las controversias sobre la distribución geográfica de las víctimas también deberían haber concluido ya, si nos atenemos a la misma fuente. En efecto, los países más golpeados fueron aquellos en los que no se utilizó la vacuna, o al menos no la vacuna adecuada, como en el caso de China, que sigue ocultando sus estadísticas. Parece también que los países más afectados fueron Perú, Rusia, Sudáfrica, India, Brasil y Turquía. No sabemos, ni sabremos nunca, el número de víctimas en los países donde no existen estadísticas médicas, sobre todo en el África subsahariana. Pero hay indicios de que Uganda y Chad, por ejemplo, se vieron especialmente damnificados.
El misterio que rodeaba al considerable número de víctimas en países desarrollados como Estados Unidos, Italia, Gran Bretaña, España y Francia se ha disipado parcialmente. El Covid mató a muchas personas en estos países, empezando por aquellas que no estaban vacunadas, las que eran muy mayores y las que padecían obesidad u otras comorbilidades comunes en naciones ricas y sobrealimentadas. Es cierto que las comparaciones de la mortalidad por causa del Covid-19 no son perfectamente exactas, ya que no podemos limitarnos a cifras absolutas; hay que tener en cuenta la urbanización, las costumbres, la edad, los modos de vida, las prácticas de higiene o su ausencia. Pero, teniendo en cuenta todos estos factores, podemos afirmar que, hoy por hoy, nuestra imagen del Covid y de sus estragos es indiscutible. Basándonos también en esta imagen, la eficacia de la vacuna es irrefutable.
Los antivacunas, dejando a un lado su delirio y su odio hacia cualquier ciencia, ya no pueden citar la más mínima estadística fiable para oponerse a una futura campaña de vacunación contra el regreso del Covid o contra una nueva epidemia que se le parezca. Así que enhorabuena y gracias a Donald Trump, que ha olvidado su principal éxito, y de hecho, su único éxito. Otra lección que debemos aprender de este triunfo de la vacunación es la colaboración entre laboratorios e investigadores de distintas civilizaciones. La vacuna que estamos utilizando es el resultado de la investigación conjunta de turcos, británicos, alemanes, franceses y estadounidenses. Así ha sido siempre. Si nos fijamos en la primera vacuna contra la viruela que se propagó por Europa en el siglo XVIII, sus orígenes se remontan a China. Los emperadores obligaban a sus soldados a vacunarse contra la viruela; no sabían cómo funcionaba la vacuna, pero medían sus resultados positivos. Desde China, la vacuna se extendió al Imperio Otomano. Las mujeres más apreciadas por el harén del sultán, cuando estaban vacunadas, conservaban la piel tersa, mientras que las que no habían sido vacunadas tenían la cara picada por la enfermedad. Los viajeros británicos y franceses observaron esta peculiaridad del harén antes de concluir que la vacunación era eficaz.
La ciencia siempre da este tipo de rodeos. Lo que no cambia es hasta qué punto requiere la colaboración entre distintas formas de pensar. Nunca pensamos solos. Nunca descubrimos solos. El conocimiento surge del encuentro de las diferencias, del mestizaje. Algo sobre lo que pueden reflexionar los que defienden un repliegue hacia la identidad provincial o nacional.
Si la vacuna del Covid-19 pudo desarrollarse y distribuirse en menos de un año, frente a los cinco o diez que normalmente se tarda en producir una nueva, fue gracias a una gigantesca inversión del Gobierno federal estadounidense, a iniciativa de Donald Trump, llamada entonces Warp Speed
Algunos candidatos no tienen otro programa que oponerse a cualquier vacuna