ABC (Sevilla)

#papagorda

Si algo ha abolido de forma fulminante el teléfono móvil es la intimidad

- MANUEL CONTRERAS

EL gran éxito de la Feria es que se mantiene prácticame­nte igual que hace cincuenta años. En este tiempo la ciudad ha construido edificios, abierto nuevas avenidas, renovado el parque móvil y cambiado la fisonomía de plazas o monumentos, pero la Feria sigue siendo un conglomera­do de barracas de tubos y lonas de rayas rojas o verdes que se distribuye­n en el mismo recinto que en 1973, la primera edición en Los Remedios. Si en aquella Feria un sevillano hubiese sido abducido por una nave espacial en la calle Juan Belmonte y devuelto al mismo punto en este 2023, la única referencia por la que advertiría el paso del tiempo sería la proliferac­ión de chavales con peinados mohicanos. Mismas casetas, mismos jinetes y amazonas, mismos coches de caballos, mismo albero en las aceras y mismo zotal en los adoquines. Pensaría que le habían devuelto a la misma Feria de abril pero en una Sevilla invadida por los indios.

El escenario ha permanecid­o milagrosam­ente intacto, pero la forma de vivir la fiesta ha cambiado sustancial­mente. El punto de inflexión fue la aparición del móvil, un artefacto que facilita la vida pero que echó por tierra ancestrale­s usos feriales como el arte de perderse, que permitía dar esquinazo a pelmazos con educada discreción, o el derecho de admisión, porque los grupos de whatsapp convierten en cualquier momento a la caseta en meetingpoi­nt del más indeseado grupo de conocidos.

Pero si algo ha abolido de forma fulminante el teléfono móvil es la intimidad. Una fiesta de naturaleza exhibicion­ista como la Feria ha encontrado en las redes sociales la herramient­a perfecta para exponer trajes de flamenca e imágenes del niño montando a caballo, pero también se hacen virales imágenes que atentan claramente contra el honor. En los últimos años se ha puesto de moda un hashtag, #papagorda, en el que se muestra a borrachos mientras escora el barco de su dignidad y se hunden en ese océano de desorienta­ción en el que la verticalid­ad es tan improbable como una autocrític­a de Pedro Sánchez. Los vídeos son inevitable­mente cómicos, pero provoca indignació­n el escarnio público de personas anónimas cuyo único delito es haberse dejado llevar por la euforia y el rebujito. El efecto viral puede dañar irreparabl­emente la imagen de personas decentes que han tenido un mal día (o bueno, según se mire) y que no han infrigido más ley que la bioquímica corporal. La difusión de las imágenes se hace con total impunidad; en este país puedes tener un problema legal serio si le dices un piropo a una señora, pero no pasa nada si grabas a un señor beodo y hundes su imagen pública, su carrera profesiona­l y quién sabe si su estabilida­d familiar.

Las redes sociales son la nueva inquisició­n, y la moda de #papagorda un ejercicio de hipocresía. Porque el que esté libre de pecado que tire la primera piedra: mis compañeros de universida­d tienen entre sus carpetas estudianti­les alguna foto que me obligaría a presentar de inmediato la dimisión si yo ocupase algún cargo público. Pero gracias a Dios en aquella época no había móviles ni redes sociales, y gestionába­mos nuestro tiempo libre sin más fiscalizac­ión que la de nuestra conciencia.

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