#papagorda
Si algo ha abolido de forma fulminante el teléfono móvil es la intimidad
EL gran éxito de la Feria es que se mantiene prácticamente igual que hace cincuenta años. En este tiempo la ciudad ha construido edificios, abierto nuevas avenidas, renovado el parque móvil y cambiado la fisonomía de plazas o monumentos, pero la Feria sigue siendo un conglomerado de barracas de tubos y lonas de rayas rojas o verdes que se distribuyen en el mismo recinto que en 1973, la primera edición en Los Remedios. Si en aquella Feria un sevillano hubiese sido abducido por una nave espacial en la calle Juan Belmonte y devuelto al mismo punto en este 2023, la única referencia por la que advertiría el paso del tiempo sería la proliferación de chavales con peinados mohicanos. Mismas casetas, mismos jinetes y amazonas, mismos coches de caballos, mismo albero en las aceras y mismo zotal en los adoquines. Pensaría que le habían devuelto a la misma Feria de abril pero en una Sevilla invadida por los indios.
El escenario ha permanecido milagrosamente intacto, pero la forma de vivir la fiesta ha cambiado sustancialmente. El punto de inflexión fue la aparición del móvil, un artefacto que facilita la vida pero que echó por tierra ancestrales usos feriales como el arte de perderse, que permitía dar esquinazo a pelmazos con educada discreción, o el derecho de admisión, porque los grupos de whatsapp convierten en cualquier momento a la caseta en meetingpoint del más indeseado grupo de conocidos.
Pero si algo ha abolido de forma fulminante el teléfono móvil es la intimidad. Una fiesta de naturaleza exhibicionista como la Feria ha encontrado en las redes sociales la herramienta perfecta para exponer trajes de flamenca e imágenes del niño montando a caballo, pero también se hacen virales imágenes que atentan claramente contra el honor. En los últimos años se ha puesto de moda un hashtag, #papagorda, en el que se muestra a borrachos mientras escora el barco de su dignidad y se hunden en ese océano de desorientación en el que la verticalidad es tan improbable como una autocrítica de Pedro Sánchez. Los vídeos son inevitablemente cómicos, pero provoca indignación el escarnio público de personas anónimas cuyo único delito es haberse dejado llevar por la euforia y el rebujito. El efecto viral puede dañar irreparablemente la imagen de personas decentes que han tenido un mal día (o bueno, según se mire) y que no han infrigido más ley que la bioquímica corporal. La difusión de las imágenes se hace con total impunidad; en este país puedes tener un problema legal serio si le dices un piropo a una señora, pero no pasa nada si grabas a un señor beodo y hundes su imagen pública, su carrera profesional y quién sabe si su estabilidad familiar.
Las redes sociales son la nueva inquisición, y la moda de #papagorda un ejercicio de hipocresía. Porque el que esté libre de pecado que tire la primera piedra: mis compañeros de universidad tienen entre sus carpetas estudiantiles alguna foto que me obligaría a presentar de inmediato la dimisión si yo ocupase algún cargo público. Pero gracias a Dios en aquella época no había móviles ni redes sociales, y gestionábamos nuestro tiempo libre sin más fiscalización que la de nuestra conciencia.