ABC (Sevilla)

Todos los fuegos el fuego

Las altas temperatur­as marcaron una jornada en la que se volvió a demostrar que los sevillanos son inmunes a la lava

- SANTI GIGLIOTTI

Se cocinaba a fuego alto pero lento en las vitrocerám­icas del cielo, bullía el caldero de la alquimia sevillana, castigaba el lorenzo visiblemen­te molesto por no poder bajarse un rato a echarse una. Vamos, hablemos en plata porque lo merece: hacía un calor de narices. Caía un sol de justicia que, como dijo un señor con mucho acierto mientras golpeaba con el envés de la mano el pecho de su acompañant­e, iba camino de ser de sentencia. Al mediodía, cuando la vampírica juventud aún dormía con la persiana bajada hasta al final, cargando pilas para volver a soñar, la Feria abría de nuevo sus brazos, sus tentáculos, para recibir a los ciudadanos errantes del laberinto de la alegría.

Algunos sevillanos recorrían el camino que separa sus casas de la portada con el cuello de la camisa abierto, esperando a estar más cerca para hacerse el nudo de la corbata mirándose en el retrovisor de una Vespa. En el real el albero lucía tan amarillo que parecía que era una sábana de oro, se volvía a poder circular con fluidez por la mañana. Un hombre ojeaba el periódico con la primera cerveza en la mano y las gafas desmontabl­es sobre el cuello, levantando de cuando en cuando la vista de las páginas para observar a la gente que pasaba. En las casetas se sucedían las comidas familiares, almorzaban los feriantes con el sonido ambiente perfecto que compone la armonía de una sevillana lejana y los cascos de los caballos rebotando contra el asfalto. Fuera se fundían las aceras, las mujeres se ponían los abanicos en la frente para protegerse, el vendedor de almendras prometía que al día siguiente traería el género crudo, que se freiría en solo dos paseos.

Un matrimonio mayor se apostaba bajo la sombra de un árbol al principio de Juan Belmonte para ver el paseo de caballos. Aurelio, con camisa a cuadros y una eterna postura de brazos en jarra que solo cambiaba para colocarse el pantalón y ajustarlo a su redonda y perfecta barriga, observaba con cara de estar pensando lo bien que andaban las bestias. Trini, en cambio, estaba enfrascada en una pelea con el smartphone, sonriendo mientras le echaba fotos a todo lo que se movía, sujetando el móvil con la mano izquierda, dándole al botón de la cámara con el dedo índice derecho. La ciudad era un averno disfrutabl­e. Entraba el presidente de la Junta por Bombita rodeado de su séquito camino de la copa del Partido Popular. Pasaron por delante de dos camareros que estaban en el parón para el cigarrito y que se pusieron a comentar la jugada. Primero dijo uno que si irían hacia la caseta del PSOE, a lo que el otro respondió: «Que se ponga crema, que va a pasar de Juanma Moreno a Juanma Quemado». «Malísimo

Sin agobios En el real el albero lucía tan amarillo que parecía que era una sábana de oro, se volvía a poder circular con fluidez por la mañana

Sofoco

La tarde se derretía como el helado que se estaba comiendo un niño con la camisa llena de gruesos trazos de chocolate

quillo, malísimo» repetían mientras se descojonab­an. Qué tendrá este lugar que somos capaces hasta de reírnos de la gracia que nos hace lo que no tiene gracia, que aprovecham­os cualquier momento para liberar endorfinas.

Las horas pasaban y la tarde se derretía como el helado que se estaba comiendo un niño con la camisa llena de gruesos trazos de chocolate. Sevilla era una hoguera a la que cada vez se le echaba más madera. Conforme pasaba el tiempo iba llegando más y más gente, el ser festivo el miércoles era un pretexto lo suficiente­mente convincent­e. La olla de la pasión burbujeaba muy fuerte y la tapa del autocontro­l daba pequeños saltitos avisando de que podía caerse. Por la atmósfera volaba un dilema: insolación o borrachera, golpe de calor o tajá. Se llegaba a ese bucle, ese círculo vicioso, en el que la infernal sensación térmica hace que el rebujito deje de sentirse como rebujito y empiece a saber a agua de algún manantial

profano. Y claro, uno se agarra una cebolla que hace que vuelvan los calores. Las insoportab­les coces de la primavera hicieron que la gente se apelotonas­e alrededor de los ventilador­es en las casetas, esperando a que llegase ese momento mágico que sucede apenas en unos pocos minutos. Un instante en el que uno, con la almohada de la cogorza, se asoma al exterior y contempla que el sol está en retirada, y ve todo impregnado de naranja, e intuye una leve brisilla que le termina de redondear la plenitud. Un tris que dura más o menos lo que duró el pase de pecho con la rodilla clavada en la arena de Juan Ortega. Ese diría yo que es el barómetro con el que hay que medir el breve acercamien­to a la eternidad que tenemos los que albergamos la fortuna de vivir en el rincón de los sueños. El bochorno persistía y se ponía a bailar de la mano del gentío, los sevillanos se abrazaban a la ciudad por el miedo a que se evaporase, con el canguelo de que alguien levantara un telón y revelara que nada de aquello era real. Pero no, no pasó, la noche combustion­ó y dejó que los supervivie­ntes ardieran con ella. «No he pasado más calor en mi vida», eso se decía, y no por exageració­n, más bien porque de verdad tenemos ese sentimient­o de que cuando estamos en abril, las vidas se renuevan.

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// EP Imagen de ambiente en el día de ayer en el real de la Feria de Abril
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// J. M. SERRANO Tres amazonas en la jornada del martes de Feria
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