ABC (Sevilla)

Juan Ortega, cuestión de luz

- JESÚS SOTO DE PAULA

Toda luz posee su sombra, y sin su sombra la luz se apaga, se queda no olvidada, pero sí agazapada buscando y esperando esas oquedades por donde manar. Salió el sexto toro de la tarde, de nombre ‘Florentino’, de Domingo Hernández; los anteriores bastos, mal hechos y descastado­s apenas habían dejado lugar salvo para dos trincheras de Morante.

‘Florentino’ no fue un derroche de bravura, pero sí de clase, nobleza y ritmo, esa clase y ritmo que fueron la sombra que necesitaba la luz del toreo de Juan Ortega para surgir cual amanecer prometido. Y no es un amanecer más (aunque ninguno lo sea) sino primario, entrañal, anunciador, tal como el primer amanecer, pues todo arte en su búsqueda encuentra eso mismo, aquel primer estímulo (que ni es viejo ni es nuevo) del instante robado y por tanto salvado de todo tiempo.

La poesía, que así mismo anhela dolerse para sentirse y escribirse, pues un poeta no es por lo que escribe sino por lo que se duele al escribir. Fue ese amanecer poético el que Ortega supo darnos para los sentidos de los ojos, de esa luz que te hace ver y despertar sentires insospecha­dos, de aquello del nacer desnudo, pues en cada lance y muletazo lo que hizo Ortega fue desnudar lo que llevaba en sus adentros, esa luz sinfónica y rítmica del toreo.

La música que no se sabe música, en ese sin esfuerzo que brota por necesidad imperiosa y espiritual. Cuestión de espíritu, cuando invita al toro y se funden en un ‘que aquello no acabe’, cuando se sueña alargar la embestida y dejarla atrás de la cadera, para entregarle tu sentir y sentido, ese secreto interior y emocionado de la despaciosi­dad, que no es otra cosa sino el reflejo del ser del uno mismo.

La faena de Juan Ortega ahí queda, verónicas que recuerdan aquellas fotos de aquel Antonio Gallardo, tafalleras (que sin ser de mi gusto tuvieron su belleza), una eterna cordobina, naturales y derechazos cruzados, en el sitio de torear, y hasta matar con todas las de la ley, quizás con el solo borrón de un circular de pandereta de cara a la galería, innecesari­o, pero que no enturbia ni por asomo su lumínica torería. Quedará como quedan esas cuestiones de la fragilidad artística, esa sensibilid­ad que se da o no se da, en ese parecer que no fue y aun así es.

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