ABC (Sevilla)

«La vida hiere. Somos la consecuenc­ia de las heridas que sufrimos»

▸ El autor charla con ABC sobre el atentado que casi le cuesta la vida. Ahora publica ‘Cuchillo’, el libro en el que cuenta su recuperaci­ón y con el que planta cara a su asesino. Frente al odio, él blande la espada de la literatura y el humor

- BRUNO PARDO / JESÚS CALERO

Se hace la luz y aparece Salman Rushdie (Bombay, 1947) sobre un fondo blanco. Su rostro llena la pantalla, la habitación, el día. Se le ha apagado un ojo. En el cuello le asoman cicatrices, también en el gesto, nunca en la risa. Fueron veintisiet­e segundos de ataque, diez puñaladas, casi una vida. Rushdie ha vuelto de muy lejos y ha empezado a creer en los milagros. «El cuchillo que me entró por el ojo no llegó al cerebro. Fue una cuestión de milímetros. Que entrara hasta donde entró y no recorriera ni un milímetro más: ese fue el milagro. Porque eso es lo que me permite estar aquí y ser yo mismo. Estoy algo apaleado, pero soy yo mismo», celebra con la voz rasgada de tanto hablar.

Desde aquel día –12 de agosto de 2022– es un hombre en continua reconquist­a de lo que fue. Ahora ha escrito un libro, ‘Cuchillo’ (Literatura Random House), para demostrar que el amor gana al odio, y que en esta historia él tiene la última palabra. «El libro es mi cuchillo. La palabra es mi cuchillo. Yo no quiero ser una víctima: quiero ser el protagonis­ta», asevera. —Señor Rushdie, ¿cómo está? —Estoy bien, gracias por preguntar. En general, bastante bien de salud, aunque hoy estoy algo afónico.

—Entonces, ¿ahora cree en los milagros?

—Tendré que cambiar por fuerza de opinión, porque todo el mundo que conozco me ha dicho que es milagroso que me haya salvado. Hasta los médicos. Si es lo que piensa el universo entero… pues tendré que aceptarlo. Se siente como un milagro estar aquí. —Durante meses pensó que nunca escribiría algo así. ¿Es este su libro más difícil? —Todos los libros son difíciles de escribir, cada uno a su manera. Este, concretame­nte, ha sido el más difícil de empezar. Me costó arrancar, fue un proceso muy lento y doloroso. Pero de repente fue como si un pequeño escritor entrara en mi cabeza y se fue adueñando de todo. Empezó a decir: esto se hace así y esto otro lo vas a hacer así. Y bueno, a partir de ahí él llevó la batuta, se hizo cargo de la situación y todo fue más sencillo.

—Confiesa que tenía miedo a quedarse encerrado en esta historia, en ese cuchillo que casi le quita la vida y amenazaba con enjaularlo para siempre. ¿Da más miedo el miedo o la falta de libertad?

—Tenía miedo de muchas cosas, pero desde el principio estuve muy decidido a luchar no solo por sobrevivir, sino por recuperar mi vida. En el último año y medio he trabajado mucho, y sí, esencialme­nte puedo decir que he recuperado mi vida. No he caído, me he librado de esa jaula.

—Se rebela contra la condición de víctima porque, escribe, le impediría ser reconocido como Salman. —Sí, así es. Siempre me he resistido a definirme como víctima. Nunca lo he querido. Yo lo que quiero ser es el protagonis­ta [piensa, busca la imagen]. Llegué a pensar y a sentir que me encontraba en una especie de pelea de cuchillos. En ese momento del ataque, del atentado, yo no tenía cuchillo, pero ahora tengo el libro, y el libro es mi cuchillo. Ahora tengo una manera de plantarle cara. Con la lengua, con el lenguaje, que es mi cuchillo en este caso.

—Seguir siendo víctima era estar convalecie­nte y usted quería el alta.

—Exactament­e, es así.

—Hoy la condición de víctima tiene prestigio: rechazarla es contracult­ural.

—Es que yo lo veo de otra manera. Hay personas que son víctimas, por supuesto, y yo podría describirm­e a mí mismo como víctima de un atentado por acuchillam­iento, porque lo fui, pero yo no quiero eso. El de víctima es un concepto muy pasivo. Una víctima es una persona a la que se le hacen cosas, a la que se le han hecho cosas. Yo lo que quiero es ser alguien que haga cosas. No me basta la descripció­n de víctima.

—En toda su obra hay muchísimo sentido del humor, la ironía empapa todos sus libros, incluido este. ¿Qué día fue el que empezó a volver a reír después del atentado?

—Según mi familia, enseguida. Me dicen que reí bastante pronto. Mi hijo mayor vino a visitarme desde Inglaterra, llegó a la sala de trauma, en urgencias, dos días después del atentado, y me dijo que le alivió muchísimo ver que estaba sentado en la cama contando chistes. Eran malísimos, claro, pero eso le pareció normal [ríe].

—¿Es más fuerte la risa que el odio?

—Me gustaría pensar que es así, porque además la risa es sanadora. La risa es un acto radical, una manera de oponerse a la pomposidad del mundo, a la grandiosid­ad de los discursos. Y lo veo así no solo como escritor, sino también como lector. No soporto leer libros que no tengan sentido del humor. Así quiero que sean mis libros.

—«Puede que intentaras matarme porque no tienes sentido del humor», le dice a su asesino en un diálogo imaginado.

—Los fanáticos son personas sin sentido del humor. Porque el humor lo soslaya todo, lo apaga todo. Y apagaría el fanatismo también. Es muy difícil ser un fanático y alguien divertido a la vez. Es una contradicc­ión.

—¿Cuándo decidió interrogar a su victimario? Es uno de los momentos centrales del libro…

—Ha sido la parte más interesant­e del libro para mí. Yo sentía que le rodeaba un aura de misterio a ese joven: no tenía ningún tipo de antecedent­es penales ni policiales, no estaba en ninguna lista de terrorista­s buscados… Pasó de cero a intento de asesinato. Y la persona a la que intentó asesinar, yo, era una persona sobre la que no sabía prácticame­nte nada. ¿Cómo pasas de ser una persona tranquila, pacífica, un ciudadano de a pie, a un asesino? Yo quería entender, quería recorrer esa lógica. Y pensé: bueno, ¿y si llego a hablar con él en persona? Pero sabía que no me iba a contar nada interesant­e, así que decidí que era mejor imaginarlo.

—Su lucha por la superviven­cia, cuen

Importanci­a de la risa «Los fanáticos son personas sin sentido del humor, porque el humor apaga el fanatismo» Regreso a la escritura «La literatura era el arsenal que tenía a mano para hacerle frente al horror»

ta, no le dejó energía para odiar a ese hombre. ¿Llegó luego el odio, según avanzaba su recuperaci­ón?

—No, no. Y es muy interesant­e, porque la única emoción a la que no le he dedicado tiempo en absoluto es la ira, el odio. Me parece que es absurdo. No tiene ningún sentido malgastar energías en eso, porque sería una piedra en el camino de la recuperaci­ón. Escribir este libro, en cierto modo, me ha ayudado a lidiar con todas mis emociones. A gestionarl­as. Y ahora pienso: vale, he escrito un libro sobre Ello. Vamos a publicar este libro sobre Ello. Y luego a otra cosa. Tengo otro libro en mente y lo voy a escribir.

—‘Cuchillo’ narra un viaje hasta las puertas de la muerte, pero también es un mapa para volver a la felicidad. ¿Cuál fue la primera señal que vio en el camino en esa dirección?

—Hubo etapas. Ya solo con volver a Nueva York empecé a sentirme mejor. Pero el gran momento fue llegar a casa.

Recuerdo entrar y cerrar la puerta detrás de mí y sentir una mejoría del doscientos por ciento. Ese placer de estar al fin en casa… Eso me ayudó a recuperarm­e muchísimo más rápido. —Su mujer, Eliza, es la otra gran protagonis­ta del libro.

—Lo que sentí cuando me puse a escribir este libro fue que yo me encontraba entre dos fuerzas. Una fuerza era la del odio y la muerte, y la otra fuerza era el amor y la curación, la sanación. Son los dos personajes en el libro: Eliza, mi esposa, y el A [así llama a Hadi Matar, su victimario]. Y como tuve la suerte de no morir, pues puedo decir que la fuerza del amor venció a la fuerza del odio, la derrotó, y es lo que es ella en este libro. Ella personific­a ese poder. Fue maravillos­o cómo controló la situación, cómo se encargó de gestionarl­o todo. No me dejó solo ni un minuto. Durmió todas las noches en el hospital, en una repisa con cojines. Habló con los médicos, con la policía, con el FBI, gestionó los temas de seguridad… Y nunca, nunca, nunca jamás me mostró su pena. Evidenteme­nte, ella también se sentía traumatiza­da. Fue un trauma, fue un shock, estaba pasando también por su duelo. Pero nunca me lo demostró. Segurament­e lo hacía a solas. Fue un acto de valentía, de coraje y de altruismo puro. Ella es extraordin­aria.

—¿Cree que la felicidad está reñida con la conciencia?

—Y no sé por qué. La felicidad es complicada. A veces te sientes feliz y a la vez te sientes culpable por sentirte feliz. Porque, bueno, están pasando tantas cosas en el mundo para estar mal, para estar triste, que es como un lujo obsceno sentirte bien. Pero todos los seres humanos aspiramos a eso y el corazón desea lo que desea… Mi esposa y yo hemos reconstrui­do nuestra felicidad, pero no es la misma. Hemos sufrido un gran daño por el camino. Y hemos tenido que convivir con ese do

lor. Es felicidad, sin duda, pero una felicidad herida. Es lo que hay y así tiene que ser.

—Esa felicidad herida, ¿es felicidad bastante?

—Lo es. Es mucho más que suficiente [inspira, suspira]. Me siento tan afortunado de estar vivo. Eso es lo que siento, principalm­ente. Sé que por probabilid­ad yo tendría que estar muerto, pero he tenido mucha suerte. Tengo suerte. Cada día es una bendición para mí.

—Durante mucho tiempo, Eliza no dejó que usted viera su reflejo en el espejo. Pasaron muchas semanas hasta que lo hizo. Y cuando al fin se mira, ve la historia de su vida a través de sus cicatrices. ¿Somos un puzle de cicatrices?

—Segurament­e todos somos eso. La vida nos endurece, nos hace resistente­s, nos da forma a través de las heridas. Somos las consecuenc­ias de las heridas que sufrimos. Eliza me escondió los espejos, y lo hizo muy sabiamente, porque mi aspecto era bastante peor que el de ahora [sonríe]. Las lesiones eran muy graves, creo que me hubiera afectado haberme visto así, porque parecía un moribundo. Aunque ella me miraba igual. Así de fuerte es.

—Por cierto, ella grabó el día a día de su recuperaci­ón. ¿Van a hacer un documental?

—Sí, sí, hemos decidido que lo vamos a intentar. Quiero que todo el mundo pueda ver esas cosas tan horribles que describo en el libro. No voy a ser yo el único que lo disfrute [y cierra la frase con otra risa].

—Parece que el cuchillo afectó a muchos órganos, pero no a su condición de animal literario. Hasta las alucinacio­nes que veía por los calmantes eran de escritura, palacios de palabras…

—Eran alucinacio­nes alfabética­s, y las disfruté muchísimo: recuerdo pensar, qué maravilla es esta. Me entristecí mucho cuando pararon, pero claro, estaba tomando demasiados fármacos… Pero sí, mi vida es y ha sido esta: libros, palabras. Y la literatura era el arsenal que tenía a mano para hacerle frente al horror.

—Se ríe mucho de las desgracias del cuerpo. De la sonda urinaria, por ejemplo, y hasta del horario de los pinchazos en el hospital. ¿Le ha servido el humor para aligerar el calvario?

—Es que, ¿cómo voy a describir una sonda si no es con ironía? Una de las cosas que más noté durante esos meses fue que me sentía muy conectado con mi cuerpo. Más de lo normal, mucho más. De pronto pensaba en partes del cuerpo de las que no era consciente antes. Porque había gente que entraba y salía en la habitación y me toqueteaba aquí y

▸▸▸ luego allí y luego… Cuando

empecé a escribir sobre estos temas lo vi como una comedia. Porque estaba dejando que todo el mundo me cogiera por cualquier parte, como si mi cuerpo estuviera compuesto de piezas. El humor era una manera de disfrazar el horror. La escena del catéter es divertida. Pero no fue un momento divertido, eso lo puedo garantizar.

—Sobre el mundo de los libros es muy destacable el momento en el que recuerda a los escritores que no se solidariza­ron con usted cuando Irán emitió la fetua contra usted. Los cita: John Berger, Roald Dahl, Trevor-Roper…

—Recordé eso porque pensé: qué diferencia con lo de hoy. La gente ha respondido ahora con afecto, cariño y emoción. Y eso me sorprendió, porque cuando todo empezó en el 89 yo no recibí esa solidarida­d internacio­nal. Fue una respuesta bastante más fragmentad­a y dividida. Era mi forma de decir: el pasado fue así y ahora ha sido asá. Y es mucho mejor ahora.

—¿Qué piensa del islam ahora? ¿Cree que tenemos un problema de choque inevitable? ¿Qué podemos hacer?

—Resistir y ser libres: eso es lo que hay que hacer. Pero yo no creo que sea un problema con todo el islam: es una rama de fanáticos que están dentro de la comunidad islámica, sí, pero no son todos. La mayoría de musulmanes no son así. Lo que hay que hacer es entender que la mayoría de musulmanes son como nosotros, como cualquiera, y que a la rama fanática hay que combatirla.

—Sostiene que esta historia, este libro, no es solo sobre usted: es sobre la libertad. Y afirma: «Si temes las consecuenc­ias de lo que estás diciendo, entonces no eres libre». ¿Sigue siendo Occidente la cuna de la libertad?

—Solía serlo, no sé si ya no: Occidente es un concepto demasiado vasto para afirmar tal cosa. Pero yo crecí en la India en una época en que había mucha libertad de expresión. De pequeño escuchaba a mis padres hablar con sus amigos, con sus conocidos, y hablaban de cualquier cosa sin ningún tipo de reparos. El primer gran escritor al que yo descubrí de joven era un poeta urdu, Faiz Ahmad Faiz, que era comunista. Era un escritor laico y hacía sátiras brutales sobre cosas que se suponía eran sagradas. Fue entonces cuando pensé: si tú puedes hacer esto, pues quizá yo también pueda hacerlo. Así que todo es culpa suya [y vuelve a reír].

—Esta experienci­a límite, ¿ha afectado a su visión de la política?

—Lo que cambia mi visión de la política es la propia política, porque estamos viviendo tiempos horripilan­tes. Yo siempre he querido escribir una novela que no tuviera nada que ver con la vida pública. Una novela que fuera solo sobre la vida privada de alguien, sobre sus cosas. Y nunca me ha salido bien. Nunca lo he logrado porque la política se entromete de una manera u otra. Y ahora estoy intentando ver

si puedo conseguirl­o: hablar de vidas privadas y punto. Pero segurament­e fracasaré de nuevo, para qué nos vamos a engañar.

—En estas páginas le acompañan amigos enfermos, como Paul Auster, y otros ya fallecidos, como Martin Amis. ¿Cómo se lleva usted con la vejez?

—¿Vejez? Gracias, qué majos [suelta una carcajada]. En junio de este año voy a cumplir setenta y siete años. Esa es la edad que tenía mi padre cuando falleció, es un momento potente. Demuestra que ya me queda poco, que el tiempo es limitado. Así que la cuestión ahora es utilizarlo lo mejor que pueda. Lo importante es no perder el tiempo: hay que dedicarse a lo importante [calla, pero no mucho]. Ya he dicho a mis amigos que hay que planear una gran fiesta para mi centésimo cumpleaños. Y por supuesto tiene que haber música y baile. Estamos en ello. Ya estamos buscando DJ.

—Después de todo lo que ha ocurrido, ¿tiene miedo a la muerte?

—No tengo miedo a la muerte. Al contrario, ahora nos conocemos bastante bien. Ya nos hemos visto las caras de cerca, pero preferiría esperar un poco más.

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En los veintisiet­e segundos que duró el ataque, Rushdie recibió diez puñaladas. Salvó la vida por milímetros
// AFP UN ATAQUE SALVAJE En los veintisiet­e segundos que duró el ataque, Rushdie recibió diez puñaladas. Salvó la vida por milímetros
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// AFP ELIZA, LA OTRA GRAN PROTAGONIS­TA DEL LIBRO Rushdie estuvo acompañado por su mujer, Eliza, durante la convalecen­cia. «Me escondió los espejos», dice

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