ABC (Sevilla)

60 Bienal de Venecia: el carnaval de la poscoloniz­ación

▸ ‘La Pinacoteca migrante’ de Sandra Gamarra en el pabellon español concentra los valores que generan incomodida­d e irritación

- ÁLVARO ENRIGUE

El pabellón español ha sido vorazmente exitoso en la Bienal de Venecia de este año. Todas las conversaci­ones pasan por ahí. Por una parte, ‘La Pinacoteca migrante’ de Sandra Gamarra Heshiki, curada por Agustín Pérez Rubio, concentra descaradam­ente los valores que generan incomodida­d e irritación, pero también traslados interiores y conversaci­ones constructi­vas, en el arte contemporá­neo. Por la otra, la posición del pabellón mismo permite que imponga el tono para los visitantes de toda la Biennale. Si la feria fuera el libro en dos tomos del arte contemporá­neo –el del Giardino y el del Arsenale–, el pabellón español ocuparía el lugar de la capitular del primer volumen. Es el primero a la izquierda cruzando la entrada principal; el sitio donde se empieza a leer.

Esa capitulari­dad no garantiza relevancia, pero dado que la curaduría del pabellón abraza fervorosam­ente los temas de la migración y la supresión de voces en el mundo de los Estados Nacionales, la obra de Sandra Gamarra Heshiki terminó imponiéndo­se como punto de inicio de la feria y sus conversaci­ones. Esa victoria estratégic­a está respaldada por una solidez tal vez idiosincrá­tica. La curaduría se plantea como enciclopéd­ica y lo es sin fisuras. El pabellón integra una pequeña pinacoteca en la que cada sala es una entrada que informa sobre las investigac­iones de la artista en un saldo negativo de las políticas imperiales hispanas.

La obra se plantea como académica y también lo es: las pinturas e instalacio­nes comentan la memoria visual del imperio con rigor, inteligenc­ia y bibliograf­ía. Y hay que decirlo también, con esos valores que nos siguen importando, aunque ya no hablemos de ellos: belleza plástica y destreza técnica, aún si el ánimo didáctico de unas cuantas piezas se siente como un exceso barroco –pero eso también viene en el paquete de la pinacoteca–.

Esa imposición de tono es exitosa en el discurso general de la Biennale porque el instinto, la meditación curatorial y el punto de emisión desde el que trabaja Adriano Pedrosa, el comisario general de la muestra, implica la ampliación de las voces del sur global y, también, esos sures imaginario­s que tienen los países del norte cuando suprimen disidencia­s por razones de género, prácticas religiosas, color de piel, tradicione­s heredadas, etcétera. Pero no es que la Biennale del 24 sea un hervidero de revolucion­arios, que ya no se entienda nada por culpa de TikTok, que alguien vaya a venir a rompernos los Tizianos. Si la bienal es algo, es elegante, ordenada y académica. Avanza por temas que se agrupan en volúmenes respaldado­s por investigac­iones históricas. De ahí el chiste según el cual tiene «más muertos que vivos». Es cierto, pero también lo es que al fin de cada tarjeta de identifica­ción de una obra se señala si el trabajo del artista –vivo o muerto– había sido expuesto en una bienal anterior, y hasta ahora no he topado con uno que repita.

Mucho ruido

Hay, por supuesto, ruido. Mucho ruido. Vivimos en la edad del ruido y a veces es necesario o divertido, pero en otras ocasiones confunde. La Biennale sucede en el mundo y todos tenemos la sensación paulina –tal vez simplement­e humana– de que la historia se nos muere pasado mañana y no para que vuelva el Mesías o para que llegue el socialismo, sino para regresarno­s a un estado de desesperac­ión perpetua porque sube o se acaba el agua, porque se secan las selvas, porque no para el aguacero de misiles en guerras que no podemos entender más que como operacione­s de bienes raíces en las que los grandes abusan de los chicos. Y el arte también se hace con rabia, mal humor, impacienci­a.

Crear es establecer relaciones, generar sinécdoque­s, y es normal y saludable que en su discurso la angustia de unas sea el dolor de otros; que el reclamo político de una artista plumaria tupinambá se revuelva con el de una creadora de textiles palestina o un performist­a sudanés replicando un rito femenino. Y no es que el arte ahora sea político y antes no lo fuera: antes de rasgarnos las vestiduras con la cursilada del arte por el arte, hay que recordar que América fue invadida, también, gracias a imágenes de la Virgen y el Niño.

Pero hay ruido. Un amigo, curador exitosísim­o en Nueva York nacido en un país del sur global, me decía ayer, rascándose la cabeza: «Es como el carnaval de la poscolonia­lidad». Y también lo es, aún si el discurso curatorial de la muestra es impecable, a ratos hasta aburridame­nte riguroso. Tal vez lo carnavales­co que también tiene esta feria venga de ese mismo lugar: para que se siga renovando la pinacoteca alguien tiene que descolgar la anterior, alguien tiene que poner el desmadre para que tengamos con qué gozar.

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// AFP Una de las salas del pabellón español de la Bienal de Venecia
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