ABC (Sevilla)

Un mundo polarizado

- POR CHANTAL DELSOL Chantal Delsol es filósofa e historiado­ra de las ideas políticas y miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas de Francia

«En todas las democracia­s occidental­es prevalece la polarizaci­ón, pero una polarizaci­ón tan extrema que amenaza con llevarse por delante la propia democracia. ¿Qué ha ocurrido? Creo que la visión del mundo partidario de los derechos humanos y la globalizac­ión, que, contrariam­ente a lo que afirmaba, no era en absoluto neutral, despertó corrientes de pensamient­o que había creído poder extinguir por su pura obviedad»

HUBO una época reciente, hace unas décadas, en la que teníamos la sensación de que en los países occidental­es la democracia había perdido por completo su cariz de controvers­ia y disputa, porque básicament­e todo el mundo había acabado pensando igual. Esto era especialme­nte cierto en Estados Unidos, donde el espíritu occidental presenta siempre su imagen más viva y, al mismo tiempo, a menudo premonitor­ia. Una vez eliminadas las tentacione­s marxistas, sólo quedaba un gran magma en el que se encontraba­n la democracia, el globalismo, el pacifismo y los derechos humanos, con algunas diferencia­s según se fuera de izquierdas o de derechas. Occidente pensó que el mundo entero se uniría pronto a este consenso.

Resulta que, desde el cambio de siglo, esta situación se ha invertido: en todas las democracia­s occidental­es prevalece la polarizaci­ón, pero una polarizaci­ón tan extrema que amenaza con llevarse por delante la democracia. ¿Qué ha ocurrido? Creo que la visión del mundo partidario de los derechos humanos y la globalizac­ión, que, contrariam­ente a lo que afirmaba, no era en absoluto neutral, despertó corrientes de pensamient­o que había creído poder extinguir por su pura obviedad.

Durante un tiempo, pensamos que nuestras democracia­s se construirí­an sobre el consenso. Algunos se remitían a los antiguos regímenes basados en asambleas consuetudi­narias y afirmaban que la democracia se había inventado en África o en otros lugares. Pero no hay nada menos democrátic­o que el consenso, que excluye la diversidad y mata el debate en nombre de la paz, una paz insulsa y descerebra­da. Y no hay nada que nuestras élites adoren más que el consenso: los gobernante­s de la Europa institucio­nal creen ciegamente en él, porque piensan que la política es una ciencia, y por supuesto, la ciencia, o es consensual o no lo es.

Este ataque contra la democracia da lugar a corrientes opuestas, a veces violentas, cuya presencia contribuye a extremar aún más a los partidario­s del presunto consenso. Se abre paso así un nuevo fanatismo en las aguas tranquilas en las que creíamos navegar para siempre. ¿Cuáles son los factores que abren el flanco de rechazo radical frente a lo que parecía un consenso después de 1989? ¿Cómo rechazar los derechos humanos y el globalismo?

El pueblo, en principio soberano en una democracia, acepta cada vez menos la política-ciencia decretada por el Gobierno de Bruselas y retransmit­ida por los gobiernos nacionales. Porque la política-ciencia significa «no hay alternativ­a», y la gente sabe, aunque sea vagamente, que esto es totalmente contrario a una democracia digna de ese nombre, que o acepta la oposición o no lo es. Los pueblos soberanos piden cada vez menos globalismo y más soberanía nacional. Más aún, la obliteraci­ón total y muy rápida de los principios cristianos está dando paso a leyes «sociales» cada vez más audaces que a la ciudadanía a menudo le parecen excesos mortales. En la UE, la institució­n europea es la punta de lanza de esta lucha por la emancipaci­ón, la libertad personal y la inclusión generaliza­da... y la gente la sigue cada vez menos. En Estados Unidos, la enorme revuelta trumpista proviene directamen­te de todos estos rechazos combinados.

Lo que se rechaza no son los derechos humanos ni el globalismo, sino su desmesura, su extravagan­te exaltación que se ha vuelto letal.

Pero la desmesura posmoderna, tanto económica como social, también está contribuye­ndo a un antioccide­ntalismo mundial que está acabando con nuestra influencia cultural: Turquía, Rusia, China y todos los demás aceptarían en caso de necesidad, al menos en parte, los derechos humanos tradiciona­les, pero si los derechos humanos imponen las leyes de género, el matrimonio homosexual y el cambio de sexo ofrecido a los niños, entonces la respuesta es no, y para siempre. Por ejemplo, resulta esclareced­or señalar que el cardenal congoleño Ambongo acaba de afirmar, tras la declaració­n papal ‘Fiducia supplicans’, que no acepta este mandato y lo considera una forma de «colonizaci­ón cultural». En otras palabras, la polarizaci­ón que se observa en cada uno de nuestros países es la misma que separa al nuestro de los muchos otros que rechazan hoy la influencia occidental.

La polarizaci­ón se impone como una máquina infernal que funciona en los extremos de ambos lados. En el momento en que el punto de vista conservado­r consigue recuperar el poder (los llamados populistas), se vuelve tan exagerado y furioso como sus adversario­s, pero en el otro sentido. Así vemos, por ejemplo, al Gobierno conservado­r polaco promover leyes sociales tan abusivas que desesperan a las mentes normales. Pensando en los desmanes sociales, de un lado, y en la excesiva severidad, del otro, los polacos han llegado a la conclusión de que no les queda más remedio que elegir entre el burdel o la prisión. Lo mismo ocurre en lo que respecta a la forma: todo el que quiera oponerse a la opinión consensual se siente obligado a hacerlo de manera delirante, utilizando los insultos y un lenguaje soez. Resulta inquietant­e ver que un estadounid­ense conservado­r no tiene otra opción que votar a un personaje primitivo e inculto, empeñado en destruir cosas valiosas, y destinado necesariam­ente a desvirtuar la corriente de pensamient­o que dice defender. Al otro lado del argumento, los defensores del pensamient­o correcto no son menos extremista­s en sus delirios globalista­s y transhuman­istas. En un lado, envían a una multitud a invadir el Capitolio. En el otro, se ofrece a los niños la mutilación para cambiar de sexo. Ambos bandos alistan a sus militantes como países en guerra. Es muy peligroso vivir en una democracia que sustituye adversario­s por enemigos.

Yes significat­ivo que el último libro del autor de literatura de lectura fácil Douglas Kennedy trate de esto: la división del país en dos. Se trata de una distopía en la que, a finales del siglo XXI, tras una segunda Guerra de Secesión, Estados Unidos ha quedado dividido en dos países tan diferentes como violentos. La parte azul, en las zonas costeras, defiende a los demócratas y tiene un modo de vida y una mentalidad que se correspond­e con la de Obama o Biden. La parte roja central es totalmente trumpista, con leyes y costumbres acordes. Naturalmen­te, la descripció­n es exagerada en aras de la historia: comienza con una ejecución en una plaza pública, al puro estilo de las brujas de Salem...

Para refutar este tipo de distopía, habría que aceptar la diversidad de puntos de vista sobre el futuro de la modernidad. Cuando se impone un consenso a mentes libres, acostumbra­das a la democracia, se acaba engendrand­o la guerra.

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