El centro histórico está ciego VARA
Le practicaron el mataleón, en pleno centro de la ciudad, una madrugada de la pasada Feria
EN la madrugada del martes de Feria, un compañero de mi mujer regresaba a su casa, en el entorno de la Alfalfa, a eso de las cuatro de la mañana. Al avanzar por la calle Alcaicería, lo único que percibió, antes de perder la conciencia, fueron unos pasos tras de sí. La siguiente sensación fue la de despertar, tirado en plena calle, con el cuello dolorido. Le habían robado todo lo que llevaba con la técnica del mataleón, esa que provoca la asfixia temporal y el desvanecimiento inmediato.
Estaba solo. Nadie delante ni detrás. En pleno casco histórico, un martes de Feria, por una calle del centro muy comercial, y cuya sintonía diurna habitual es la del bullicio de los extranjeros y las ruedas de las troleys.
La policía, espero, dará con los culpables. Pero me temo que la culpa de que algo así pueda ocurrir en pleno centro no es solo de los maleantes; también influye que haya circunstancias que lo propicien. Cuando se critica el modelo turístico actual que se está apoderando de los centros históricos, la réplica frente a los ataques suele reducirse a afear el antipático sentimiento turismofóbico. Pero la masificación turística no es ni siquiera el peor de los problemas. Más preocupante que eso es la pérdida de singularidad y el vaciamiento simbólico de la identidad de ciudad, que degenera hacia la mixtificación y el artificio. Y más aún, el desmantelamiento de las relaciones vecinales, la pérdida de la red de apoyo mutuo y solidaridad. En el centro, como en el título de aquella célebre novela de Juan Bonilla, ya nadie conoce a nadie. Eso implica la renuncia a lo que Jane Jacobs, madre del urbanismo moderno, señaló como una de las grandes bazas de una ciudad verdaderamente viva: la seguridad ejercida por los ojos que miran, y que es complementaria a la seguridad policial; los ojos de los vecinos que convierten la calle en un espacio vivo, ejerciendo una vigilancia permanente y casi involuntaria, gracias al tránsito y la convivencia. Pero el centro de Sevilla es un parque temático, y a partir de una determinada hora el parque temático cierra y las calles se convierten en un desierto.
Fue bastante sonada, hace un par de años, la muerte de un conocido fotógrafo en el centro de París por congelación. El fotógrafo murió en plena calle sin que ningún viandante acudiera en su auxilio. Morir congelado en el centro de Sevilla es sencillamente imposible, pero cualquier verano podría morir alguien por un golpe de calor y la indiferencia sería la misma.
Me temo que no se trata ya de una cuestión de reforzar la seguridad. Estamos ante un problema de enfoque urbano y social. Convertir los centros históricos en parques temáticos tiene implicaciones sobre la sostenibilidad de las propias ciudades que van mucho más allá de que nos guste o no recibir turistas.