ABC (Sevilla)

Las resurrecci­ones de Luis Manuel Fernández

Sus cuadros captan la realidad de los paisajes y la elevan, la espiritual­izan. No se queda en lo meramente plástico, en lo estético, pues en el fondo de sus cuadros sueñan, machadiana­mente, los «frutos de oro» del alma

- POR LUTGARDO LUTGARDO GARCÍA DÍAZ ES POETA

« EN una huerta sombría, / giraban los cangilones de la noria soñolienta. / Bajo las ramas oscuras el son del agua se oía.» Como cada año, a finales de febrero, y con las cigüeñas del alma volando hacia los cielos azules y los días dorados de Colliure, regreso a los poemas de ‘Soledades’ de Antonio Machado. ‘Soledades’ es, quizás, el más hondo y el más filosófica­mente sevillano de todos los libros del poeta de Las Dueñas. Ahí está, para nuestro asombro, el seguro mundo interior y la luz de los pensamient­os más puros del poeta: «ese aroma de ausencia, /que dice al alma luminosa: nunca, / y al corazón: espera.» Y como si fuese un homenaje de febrero a Antonio Machado, he tenido la suerte de conocer ‘Ribera del Guadaira con eucalipto’, la nueva obra de Luis Manuel Fernández que estos días se expone en ese milagro del buen gusto que es el Museo de Alcalá. Luis es de esos sevillanos silencioso­s y serenos. Hondos, de los que te da la mano y te impresiona por su firmeza y una forma de mirar a los ojos que parece que te atraviesa los portalones del alma. Habla poco de su obra, pero cuando habla, casi sin darle importanci­a, te va enseñando ese largo peregrinaj­e espiritual que es la vida de los artistas. Eugenio D´Ors afirmaba que, a diferencia de El Greco, Poussin era un pintor para filósofos. Y algo así le sucede a Luis Manuel. Hay pintura para contemplar y pintura para pensar. La de Luis Manuel Fernández es de estas últimas. Sus cuadros captan la realidad de los paisajes y la elevan, la espiritual­izan. No se queda en lo meramente plástico, en lo estético, pues en el fondo de sus cuadros sueñan, machadiana­mente, los «frutos de oro» del alma. Nuestro pintor es un paisajista respetuoso con los paisajes, podríamos decir que es delicado con ellos. Hunde las manos en la naturaleza sin violentarl­a, sin trastocarl­a. No es de esos pintores para los que el modelo es un pretexto para plasmarse a sí mismos, para retratar su mundo de narcisismo. No, Luis es generoso con los paisajes. Pasa por ellos, los observa, los retrata y los recompone en su obra para mostrar matices nuevos. Brilla lo retratado como si pasaran los ángeles sembrando gracia por ellos, no como si surgieran de los pozos del ego los demonios interiores. Por eso, en su obra suena el agua y se escucha el viento moviendo los sabinares en el lubricán de Doñana. Realidad o provocació­n, el poeta Ezra Pound gustaba decir de sí mismo que era un artesano de la poesía. El artesano recoge la tradición, se suma a ella, se siente el último de una cadena de secretos y por eso labora a diario, construye, a la par que repite las fórmulas, un mundo propio. Ser artesano es sentirse el hermano pequeño, el último de una tradición, el que recoge las normas de la alquimia y la crea de nuevo al dictamen de sus voces interiores. No he hablado con Luis de si él se considera artesano o artista. Por otro lado, ser artista supone asumir una condición divina, la del creador que hace nacer un mundo nuevo con las manos. Y algo de eso he sentido al entrar en su taller. Los estudios de los pintores ayudan a entender su universo creativo. El de Luis Manuel es, como él, sobrio y, también como es él, luminoso. Hay en aquel estudio de Heliopolis una atmósfera de silencio sagrado, de luz que no envejece, de equilibrad­o desorden que lo puebla todo. Si cierras los ojos escucharás cantar los pájaros y pasar las nubes. Si los abres, podrás ir de los lucios de Doñana a los secretos cipreses del parque de María Luisa que cimbrean sus verdes con unos tonos que nos recuerdan a los de las villas romanas de Velázquez.

‘Ribera del Guadaíra con eucalipto’ es mucho más que un paisaje fluvial. Hay muerte en la frialdad de las ramas desnudas, pero hay vida aguardando en los verdes horizontal­es. Por eso podríamos llamarla «Resurrecci­ón», como tituló Mahler su segunda sinfonía o Tolstoi su preciosa novela. Hay algo que se espera, algo por llegar, un milagro de luz y de hojas aplaudiend­o que sabemos ha de llegar, pero no llega. Hay un «no sé qué» divino que está por aparecer y espera resolver la soledad del mundo. Este cuadro no es un paisaje, es un relato espiritual. Es una esperanza. Las ramas desnudas son como nuestras vidas, pobres y humanas, pero que ascienden esperando la luz de Dios. Al fondo, el agua que es origen y final, madre y naufragio, espera y esperanza, muerte y vida. En el agua el mundo se mira y se refleja, se repite y se pierde. Luis Manuel es, igual que Poussin, un pintor para filósofos. Uno ve este cuadro una vez y lo sigue madurando mucho tiempo después. Después de contemplar­lo uno descubre que el son del agua, machadiana­mente, «se oía».

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