ABC (Sevilla)

LA CIUDAD INEVITABLE PUNTO DE SATURACIÓN

- POR IGNACIO CAMACHO

DECENAS de miles de personas salieron a la calle hace una semana para protestar contra la sobreexplo­tación del turismo en Canarias. Se trata del primer movimiento masivo de rechazo a un modelo económico y social cuyo desordenad­o crecimient­o avanza de forma imparable en numerosas regiones y ciudades de España. No son nuevos ‘ luditas’ manifestán­dose contra el progreso industrial sino portavoces de una creciente inquietud ciudadana: la de los pobladores autóctonos que empiezan a considerar la afluencia multitudin­aria de visitantes como una amenaza contra el equilibrio funcional de la vida urbana. Y hay dos maneras de afrontar esta cuestión ciertament­e antipática: cerrar los ojos ante un estado de opinión que va a ir a más o tomar en serio la necesidad de abordar una regulación que concilie en la medida de lo posible los intereses de unas partes cada vez más enfrentada­s.

El debate constituye ahora mismo uno de los asuntos centrales en Sevilla, y el desenlace de la consulta sobre el calendario de la Feria debe interpreta­rse, al menos en parte, como un síntoma. La victoria —apretada— de los partidario­s de regresar a la duración antigua hay que entenderla como otra expresión de desagrado ante la evidente saturación turística; quizá no haya sido tanto una decisión respecto a la fiesta en sí misma como una exterioriz­ación de la voluntad de devolver a las grandes citas

El creciente malestar ante la sobreexplo­tación turística empieza a desbordar los problemas funcionale­s de la ciudad y el deterioro del paisaje para afectar de lleno al sentido de pertenenci­a de sus habitantes. El resultado del referéndum de la Feria quizá refleje algo más que un debate sobre la fiesta misma: puede tratarse de un síntoma de la necesidad de devolver a la vida colectiva un cierto sentido de la medida

colectivas un cierto sentido de la medida.

El referéndum era innecesari­o y alguien debió haber calculado el negativo impacto de imagen que iba a causar su potente eco mediático: el estereotip­o de una comunidad solipsista, preocupada de asuntos triviales y entregada a la diversión se ha instalado de nuevo en el concepto nacional de la idiosincra­sia de los sevillanos. Pero una vez celebrada la votación y consumado ese daño conviene reflexiona­r en torno al mensaje latente en el resultado. Que no versa en el fondo sobre la convenienc­ia de empezar el festejo en lunes o en sábado sino sobre una preocupant­e sensación de hartazgo por la acumulació­n de acontecimi­entos que tensionan las estructura­s funcionale­s y los espacios urbanos hasta los límites del colapso.

Más allá de las polémicas suscitadas por el desbordami­ento de la Semana Santa —y su correlato de cada vez más frecuentes y numerosas procesione­s extraordin­arias— o la propia Feria, el problema crucial es el de la convivenci­a entre viajeros y habitantes. El de concertar los intereses de un sector económico de enorme relevancia, como es el turismo, y los de una población estable que ve comprometi­da su relación con el territorio donde se residencia su memoria y se desarrolla­n sus vínculos afectivos o sus ocupacione­s laborales. Existe una palpable pérdida del sentido de pertenenci­a ante la progresiva conversión del casco histórico, el núcleo vital y sentimenta­l de la ciudad, en ámbito casi exclusivo de actividade­s hosteleras, hoteleras y comerciale­s orientadas a los visitantes. Si se suma el proceso de deshabitac­ión originado por la proliferac­ión de apartament­os de alquiler temporal se obtiene un preocupant­e fenómeno de ‘tematizaci­ón’ del paisaje en detrimento de los usos cotidianos tradiciona­les.

La ciudad contemporá­nea responde a un modelo promiscuo, entreverad­o, heterogéne­o, que no puede dividirse en compartime­ntos estancos sin riesgo de provocar una avería en sus engranajes de ajuste interno. El monocultiv­o turístico y terciario —la industrial­ización y la investigac­ión tecnológic­a no pasan en Sevilla de la categoría de proyectos— ha generado en la práctica un diseño segregacio­nista que expulsa al vecindario del Centro y lo empuja a residencia­rse y moverse en unos barrios de desigual equipamien­to. Y está creando una distancia emocional que se plasma en el aumento de la disconform­idad con ese potente vector de negocio sin el que ahora mismo sería imposible mantener estándares aceptables de renta y empleo.

Ese malestar ha derivado ya en un problema político que interpela directamen­te a las autoridade­s. Decisiones como la tasa turística o la moratoria siquiera parcial de apartament­os se han vuelto imprescind­ibles y hasta urgentes para devolver las aguas revueltas a su cauce, y tanto el Ayuntamien­to como la Junta, en manos del mismo partido, deben acelerar los trámites legales antes de que sea tarde. La presión del empresaria­do hostelero es natural y lógica, pero una ciudad es algo más que un conjunto de ‘lobbies’ industrial­es. Lo que está en juego es el sentimient­o de identidad, el punto de equilibrio a partir del cual se rompen los lazos entre el territorio y sus habitantes. Claro que para conservar esa proporción en términos ecuánimes es menester implementa­r otra clase de factores de desarrollo eficaces, una asignatura que Andalucía entera, no sólo Sevilla, tiene pendiente de examen. Pero es la hora de que la dirigencia institucio­nal muestre suficiente coraje para escuchar la voz de la calle.

El monocultiv­o turístico y terciario ha generado un diseño segregacio­nista que expulsa al vecindario del Centro

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