LA CIUDAD INEVITABLE PUNTO DE SATURACIÓN
DECENAS de miles de personas salieron a la calle hace una semana para protestar contra la sobreexplotación del turismo en Canarias. Se trata del primer movimiento masivo de rechazo a un modelo económico y social cuyo desordenado crecimiento avanza de forma imparable en numerosas regiones y ciudades de España. No son nuevos ‘ luditas’ manifestándose contra el progreso industrial sino portavoces de una creciente inquietud ciudadana: la de los pobladores autóctonos que empiezan a considerar la afluencia multitudinaria de visitantes como una amenaza contra el equilibrio funcional de la vida urbana. Y hay dos maneras de afrontar esta cuestión ciertamente antipática: cerrar los ojos ante un estado de opinión que va a ir a más o tomar en serio la necesidad de abordar una regulación que concilie en la medida de lo posible los intereses de unas partes cada vez más enfrentadas.
El debate constituye ahora mismo uno de los asuntos centrales en Sevilla, y el desenlace de la consulta sobre el calendario de la Feria debe interpretarse, al menos en parte, como un síntoma. La victoria —apretada— de los partidarios de regresar a la duración antigua hay que entenderla como otra expresión de desagrado ante la evidente saturación turística; quizá no haya sido tanto una decisión respecto a la fiesta en sí misma como una exteriorización de la voluntad de devolver a las grandes citas
El creciente malestar ante la sobreexplotación turística empieza a desbordar los problemas funcionales de la ciudad y el deterioro del paisaje para afectar de lleno al sentido de pertenencia de sus habitantes. El resultado del referéndum de la Feria quizá refleje algo más que un debate sobre la fiesta misma: puede tratarse de un síntoma de la necesidad de devolver a la vida colectiva un cierto sentido de la medida
colectivas un cierto sentido de la medida.
El referéndum era innecesario y alguien debió haber calculado el negativo impacto de imagen que iba a causar su potente eco mediático: el estereotipo de una comunidad solipsista, preocupada de asuntos triviales y entregada a la diversión se ha instalado de nuevo en el concepto nacional de la idiosincrasia de los sevillanos. Pero una vez celebrada la votación y consumado ese daño conviene reflexionar en torno al mensaje latente en el resultado. Que no versa en el fondo sobre la conveniencia de empezar el festejo en lunes o en sábado sino sobre una preocupante sensación de hartazgo por la acumulación de acontecimientos que tensionan las estructuras funcionales y los espacios urbanos hasta los límites del colapso.
Más allá de las polémicas suscitadas por el desbordamiento de la Semana Santa —y su correlato de cada vez más frecuentes y numerosas procesiones extraordinarias— o la propia Feria, el problema crucial es el de la convivencia entre viajeros y habitantes. El de concertar los intereses de un sector económico de enorme relevancia, como es el turismo, y los de una población estable que ve comprometida su relación con el territorio donde se residencia su memoria y se desarrollan sus vínculos afectivos o sus ocupaciones laborales. Existe una palpable pérdida del sentido de pertenencia ante la progresiva conversión del casco histórico, el núcleo vital y sentimental de la ciudad, en ámbito casi exclusivo de actividades hosteleras, hoteleras y comerciales orientadas a los visitantes. Si se suma el proceso de deshabitación originado por la proliferación de apartamentos de alquiler temporal se obtiene un preocupante fenómeno de ‘tematización’ del paisaje en detrimento de los usos cotidianos tradicionales.
La ciudad contemporánea responde a un modelo promiscuo, entreverado, heterogéneo, que no puede dividirse en compartimentos estancos sin riesgo de provocar una avería en sus engranajes de ajuste interno. El monocultivo turístico y terciario —la industrialización y la investigación tecnológica no pasan en Sevilla de la categoría de proyectos— ha generado en la práctica un diseño segregacionista que expulsa al vecindario del Centro y lo empuja a residenciarse y moverse en unos barrios de desigual equipamiento. Y está creando una distancia emocional que se plasma en el aumento de la disconformidad con ese potente vector de negocio sin el que ahora mismo sería imposible mantener estándares aceptables de renta y empleo.
Ese malestar ha derivado ya en un problema político que interpela directamente a las autoridades. Decisiones como la tasa turística o la moratoria siquiera parcial de apartamentos se han vuelto imprescindibles y hasta urgentes para devolver las aguas revueltas a su cauce, y tanto el Ayuntamiento como la Junta, en manos del mismo partido, deben acelerar los trámites legales antes de que sea tarde. La presión del empresariado hostelero es natural y lógica, pero una ciudad es algo más que un conjunto de ‘lobbies’ industriales. Lo que está en juego es el sentimiento de identidad, el punto de equilibrio a partir del cual se rompen los lazos entre el territorio y sus habitantes. Claro que para conservar esa proporción en términos ecuánimes es menester implementar otra clase de factores de desarrollo eficaces, una asignatura que Andalucía entera, no sólo Sevilla, tiene pendiente de examen. Pero es la hora de que la dirigencia institucional muestre suficiente coraje para escuchar la voz de la calle.
El monocultivo turístico y terciario ha generado un diseño segregacionista que expulsa al vecindario del Centro