La tormenta perfecta
«En España tenemos una carga tributaria excesiva que, en determinados tramos, especialmente aquellos que atienden al concepto de clase media, podría calificase de confiscatoria, situación proscrita en el artículo 31 de nuestra Carta Magna. Y esta es una cuestión que no podemos rehuir por cuestiones ideológicas, actuando como ‘hooligans’ que deben defender la posición de los referentes políticos»
EN los últimos días ha salido a la palestra el debate sobre la excesiva carga tributaria en España; en realidad, ninguna novedad, sin perjuicio de su evidente incremento en los últimos años. Han destacado las manifestaciones del presidente de la CEOE en relación con el sistema de abono de la cuota de Seguridad Social, que genera la sensación de un coste inferior para el empleado del real; y, en sede parlamentaria, el alegato del Sr. Figaredo, diputado de Vox, respecto de la elevada carga impositiva global. Han sido numerosas las voces del Gobierno y de la izquierda en general que han puesto el grito en el cielo, como si el planteamiento del presidente de la CEOE tuviera algún interés espurio desde una perspectiva empresarial, cuando, realmente, sólo abogaba por un sistema más transparente y que permitiera al último interesado, el trabajador, tener conciencia de lo que paga. También, han sido polémicas las manifestaciones del Sr. Figaredo, partiendo de una airada replica de la Sra. Montero, abanderando una eventual imprecisión de las cantidades económicas expuestas. Considero que no existe tal imprecisión, pero de todos modos se trata de una cuestión secundaria e intrascendente. Esto es, que la carga de participación en el sostenimiento del gasto público de una renta laboral coincidente con el salario mínimo interprofesional sea de 8.400 euros o de la mitad de esa cantidad, es trivial. Supone poner el ojo en una situación concreta (por cierto, la más desfavorable) para eludir la imprescindible reflexión sobre una cuestión acuciante que es, no sólo cuanto nos cuesta sostener el Estado, sino, además, en qué se utiliza el dinero que invertimos para ello, habida cuenta de que, si somos conscientes de lo que pagamos, en ningún caso podremos aceptar la ineficiencia en el gasto.
Me atrevo a decir categóricamente que en España tenemos una carga tributaria excesiva que, en determinados tramos, especialmente aquellos que atienden al concepto de clase media, podría calificarse de confiscatoria, situación proscrita en el artículo 31 de nuestra Carta Magna. Y esta es una cuestión que no podemos rehuir por cuestiones ideológicas, actuando como ‘hooligans’ que deben defender la posición de los referentes políticos, sino que debemos afrontarla con un necesario debate sosegado, objetivo y serio. La realidad es que, de forma directa o indirecta, los ciudadanos invertimos buena parte de nuestros emolumentos en el sostenimiento de gasto público y, podremos estar mas o menos de acuerdo en que sea imprescindible para mantener el Estado social, pero, en lo que evidentemente coincidiremos todos es en que el despilfarro es inadmisible.
Así pues, un ciudadanos de a pie soporta generalmente las siguientes contribuciones al gasto común: 1) la aportación correspondiente a la Seguridad Social o sistemas de previsión social alternativos; 2) el impuesto de la renta de las personas físicas (IRPF); 3) los impuestos locales ligados a la disposición de un inmueble en el que vivir o un vehículo en el que moverse; y 4) el más injusto, por su ausencia de progresividad, el impuesto sobre el valor añadido y otros indirectos relacionados con la adquisición de determinados productos, por ejemplo, los hidrocarburos. Pues bien, los ciudadanos deben ser conscientes de cuánto les cuesta en global la fiesta, para con dicha información decidir si, efectivamente, el Estado está administrando bien o mal los recursos. En definitiva, valorar sí es razonable el establecimiento de una renta básica universal o la financiación a los recién estrenados en la mayoría de edad (votantes en ciernes) para la adquisición de videojuegos o la asistencia a festivales de música.
El gran engaño del Estado es la diseminación de los tributos, de tal suerte que el ciudadano en momentos diferentes y por diversos eventos (hechos imponibles) va contribuyendo al heraldo público, todo ello con manifiesta desconexión respecto de la posterior aplicación de esas cantidades.
En este contexto, negar que incluso los ciudadanos con rentas más bajas soportan una carga impositiva relevante es hacernos trampas al solitario. Quizá no tanto en concepto de IRPF, que en lo que respecta al salario mínimo está exento (no puede decirse lo mismo de las rentas superiores que sí soportan una relevante carga tributaria en dicho concepto), pero, por supuesto, en concepto de otros tributos directos e indirectos y, especialmente, en materia de previsión social: Seguridad Social, régimen especial de trabajadores autónomos y sistemas alternativos.
Para redundar en el autoengaño algunos consideran que la cantidad que abona la empresa en concepto de Seguridad Social no concierne al trabajador, argumento que se desmorona del más simple análisis económico; que en la nómina aparezca diferenciada una cantidad que corresponde al trabajador y otra a la empresa es absolutamente indiferente. Más extravagante es que se inventen conceptos adicionales, como el denominado impuesto de equidad intergeneracional, para eludir mencionar que se ha subido la cuota de Seguridad Social para mantener el sistema. Sin duda, un juego de trilero fascinante. La única realidad es que al empleador le encaja presupuestariamente abonar una cantidad, de la que una parte no llega jamás al bolsillo del empleado, sino que se ingresa en las arcas del Estado, con una finalidad muy loable sin duda, pero también con un coste elevado.
Descendiendo a las cifras, sólo con levantarse por la mañana y acudir al trabajo, en el caso de un trabajador que cobra el salario mínimo interprofesional con un contrato indefinido en una actividad sin riesgo, la empresa abona 20.969,02 euros y el trabajador percibe 14.848,82 euros, lo que supone soportar 6.210,20 euros de contribución al sostenimiento del gasto público (para los nostálgicos, algo más de un millón de las antiguas pesetas). Después de eso, el trabajador tendrá la mala costumbre de utilizar sus emolumentos para adquirir bienes y servicios, abonando el IVA correspondiente aplicable a cada operación; también procurará dormir bajo techo, en cuyo caso tendrá que abonar el correspondiente impuesto de bienes inmuebles (si le da para tener un domicilio en propiedad); y como además tendrá que desplazarse, abonará a su vez los diversos tributos relacionados con la tenencia y utilización de vehículos. Por tanto, parece que la cifra de 8.400 euros a la que se refería el Sr. Figaredo no va muy desencaminada. Y, no olvidemos para mayor escarnio que estamos analizando el supuesto de un ciudadano con ingresos exiguos.
En fin, en relación con determinados impuestos el Tribunal Constitucional se ha pronunciado sobre el carácter confiscatorio y, por tanto, vulnerador del artículo 31 de la Constitución, por resultar excesivamente elevados en conjunción con el resto de la carga impositiva o por estar completamente desconectadas del valor real del hecho imponible que se grava (como ha sido el caso de la sonada nulidad del impuesto de plusvalía municipal). Sin embargo, lo que la doctrina constitucional no ha abarcado, y sinceramente considero que debe ser objeto de examen, es si hemos llegado a una situación en la que, analizada la carga tributaria total de un ciudadano medio, la contribución al gasto público resulta desorbitada y, por consiguiente, confiscatoria. Y, en cualquier caso, aun admitiendo el elevado coste del Estado social (extremo que asumo gustosamente en términos generales), no me cabe la menor duda de que es necesario generar conciencia sobre el elevado esfuerzo individual en su sostenimiento, acabar con la idea de que la inversión del Estado cae del cielo, dado que el efecto directo será una ciudadanía infinitamente más crítica con la ausencia de mesura.