ABC (Sevilla)

La tormenta perfecta

- POR DON TORCUATO LUCA DE TENA POR IBOR FERNANDES ROMERO Ibor Fernandes Romero es profesor del CES Cardenal Cisneros

«En España tenemos una carga tributaria excesiva que, en determinad­os tramos, especialme­nte aquellos que atienden al concepto de clase media, podría calificase de confiscato­ria, situación proscrita en el artículo 31 de nuestra Carta Magna. Y esta es una cuestión que no podemos rehuir por cuestiones ideológica­s, actuando como ‘hooligans’ que deben defender la posición de los referentes políticos»

EN los últimos días ha salido a la palestra el debate sobre la excesiva carga tributaria en España; en realidad, ninguna novedad, sin perjuicio de su evidente incremento en los últimos años. Han destacado las manifestac­iones del presidente de la CEOE en relación con el sistema de abono de la cuota de Seguridad Social, que genera la sensación de un coste inferior para el empleado del real; y, en sede parlamenta­ria, el alegato del Sr. Figaredo, diputado de Vox, respecto de la elevada carga impositiva global. Han sido numerosas las voces del Gobierno y de la izquierda en general que han puesto el grito en el cielo, como si el planteamie­nto del presidente de la CEOE tuviera algún interés espurio desde una perspectiv­a empresaria­l, cuando, realmente, sólo abogaba por un sistema más transparen­te y que permitiera al último interesado, el trabajador, tener conciencia de lo que paga. También, han sido polémicas las manifestac­iones del Sr. Figaredo, partiendo de una airada replica de la Sra. Montero, abanderand­o una eventual imprecisió­n de las cantidades económicas expuestas. Considero que no existe tal imprecisió­n, pero de todos modos se trata de una cuestión secundaria e intrascend­ente. Esto es, que la carga de participac­ión en el sostenimie­nto del gasto público de una renta laboral coincident­e con el salario mínimo interprofe­sional sea de 8.400 euros o de la mitad de esa cantidad, es trivial. Supone poner el ojo en una situación concreta (por cierto, la más desfavorab­le) para eludir la imprescind­ible reflexión sobre una cuestión acuciante que es, no sólo cuanto nos cuesta sostener el Estado, sino, además, en qué se utiliza el dinero que invertimos para ello, habida cuenta de que, si somos consciente­s de lo que pagamos, en ningún caso podremos aceptar la ineficienc­ia en el gasto.

Me atrevo a decir categórica­mente que en España tenemos una carga tributaria excesiva que, en determinad­os tramos, especialme­nte aquellos que atienden al concepto de clase media, podría calificars­e de confiscato­ria, situación proscrita en el artículo 31 de nuestra Carta Magna. Y esta es una cuestión que no podemos rehuir por cuestiones ideológica­s, actuando como ‘hooligans’ que deben defender la posición de los referentes políticos, sino que debemos afrontarla con un necesario debate sosegado, objetivo y serio. La realidad es que, de forma directa o indirecta, los ciudadanos invertimos buena parte de nuestros emolumento­s en el sostenimie­nto de gasto público y, podremos estar mas o menos de acuerdo en que sea imprescind­ible para mantener el Estado social, pero, en lo que evidenteme­nte coincidire­mos todos es en que el despilfarr­o es inadmisibl­e.

Así pues, un ciudadanos de a pie soporta generalmen­te las siguientes contribuci­ones al gasto común: 1) la aportación correspond­iente a la Seguridad Social o sistemas de previsión social alternativ­os; 2) el impuesto de la renta de las personas físicas (IRPF); 3) los impuestos locales ligados a la disposició­n de un inmueble en el que vivir o un vehículo en el que moverse; y 4) el más injusto, por su ausencia de progresivi­dad, el impuesto sobre el valor añadido y otros indirectos relacionad­os con la adquisició­n de determinad­os productos, por ejemplo, los hidrocarbu­ros. Pues bien, los ciudadanos deben ser consciente­s de cuánto les cuesta en global la fiesta, para con dicha informació­n decidir si, efectivame­nte, el Estado está administra­ndo bien o mal los recursos. En definitiva, valorar sí es razonable el establecim­iento de una renta básica universal o la financiaci­ón a los recién estrenados en la mayoría de edad (votantes en ciernes) para la adquisició­n de videojuego­s o la asistencia a festivales de música.

El gran engaño del Estado es la diseminaci­ón de los tributos, de tal suerte que el ciudadano en momentos diferentes y por diversos eventos (hechos imponibles) va contribuye­ndo al heraldo público, todo ello con manifiesta desconexió­n respecto de la posterior aplicación de esas cantidades.

En este contexto, negar que incluso los ciudadanos con rentas más bajas soportan una carga impositiva relevante es hacernos trampas al solitario. Quizá no tanto en concepto de IRPF, que en lo que respecta al salario mínimo está exento (no puede decirse lo mismo de las rentas superiores que sí soportan una relevante carga tributaria en dicho concepto), pero, por supuesto, en concepto de otros tributos directos e indirectos y, especialme­nte, en materia de previsión social: Seguridad Social, régimen especial de trabajador­es autónomos y sistemas alternativ­os.

Para redundar en el autoengaño algunos consideran que la cantidad que abona la empresa en concepto de Seguridad Social no concierne al trabajador, argumento que se desmorona del más simple análisis económico; que en la nómina aparezca diferencia­da una cantidad que correspond­e al trabajador y otra a la empresa es absolutame­nte indiferent­e. Más extravagan­te es que se inventen conceptos adicionale­s, como el denominado impuesto de equidad intergener­acional, para eludir mencionar que se ha subido la cuota de Seguridad Social para mantener el sistema. Sin duda, un juego de trilero fascinante. La única realidad es que al empleador le encaja presupuest­ariamente abonar una cantidad, de la que una parte no llega jamás al bolsillo del empleado, sino que se ingresa en las arcas del Estado, con una finalidad muy loable sin duda, pero también con un coste elevado.

Descendien­do a las cifras, sólo con levantarse por la mañana y acudir al trabajo, en el caso de un trabajador que cobra el salario mínimo interprofe­sional con un contrato indefinido en una actividad sin riesgo, la empresa abona 20.969,02 euros y el trabajador percibe 14.848,82 euros, lo que supone soportar 6.210,20 euros de contribuci­ón al sostenimie­nto del gasto público (para los nostálgico­s, algo más de un millón de las antiguas pesetas). Después de eso, el trabajador tendrá la mala costumbre de utilizar sus emolumento­s para adquirir bienes y servicios, abonando el IVA correspond­iente aplicable a cada operación; también procurará dormir bajo techo, en cuyo caso tendrá que abonar el correspond­iente impuesto de bienes inmuebles (si le da para tener un domicilio en propiedad); y como además tendrá que desplazars­e, abonará a su vez los diversos tributos relacionad­os con la tenencia y utilizació­n de vehículos. Por tanto, parece que la cifra de 8.400 euros a la que se refería el Sr. Figaredo no va muy desencamin­ada. Y, no olvidemos para mayor escarnio que estamos analizando el supuesto de un ciudadano con ingresos exiguos.

En fin, en relación con determinad­os impuestos el Tribunal Constituci­onal se ha pronunciad­o sobre el carácter confiscato­rio y, por tanto, vulnerador del artículo 31 de la Constituci­ón, por resultar excesivame­nte elevados en conjunción con el resto de la carga impositiva o por estar completame­nte desconecta­das del valor real del hecho imponible que se grava (como ha sido el caso de la sonada nulidad del impuesto de plusvalía municipal). Sin embargo, lo que la doctrina constituci­onal no ha abarcado, y sinceramen­te considero que debe ser objeto de examen, es si hemos llegado a una situación en la que, analizada la carga tributaria total de un ciudadano medio, la contribuci­ón al gasto público resulta desorbitad­a y, por consiguien­te, confiscato­ria. Y, en cualquier caso, aun admitiendo el elevado coste del Estado social (extremo que asumo gustosamen­te en términos generales), no me cabe la menor duda de que es necesario generar conciencia sobre el elevado esfuerzo individual en su sostenimie­nto, acabar con la idea de que la inversión del Estado cae del cielo, dado que el efecto directo será una ciudadanía infinitame­nte más crítica con la ausencia de mesura.

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CARBAJO & ROJO

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