ABC (Sevilla)

Puente no sabe insultar

La difamación está prohibida salvo para los políticos, por eso le dan tanto a la manivela de la máquina del fango

- ALBERTO GARCÍA REYES

LA última novela de Cervantes, ‘Los trabajos de Persiles y Sigismunda’, que se publicó de forma póstuma en 1617, hace más de cuatro siglos, ya dedicaba unas palabras a Óscar Puente en su capítulo catorce: «Es tan ligera la lengua como el pensamient­o, y si son malas las preñeces de los pensamient­os, las empeoran los partos de la lengua». El exalcalde de Valladolid, que dejó de serlo democrátic­amente, es el icono de la involución política. Sus soeces invectivas a los rivales le encumbran como una de las grandes figuras históricas de la ordinariez. Pero, como escribió Cervantes, toda mala palabra emana de un peor pensamient­o. Sirva como ejemplo el barbarismo de Urtasun, a quien le encaja como anillo al dedo la letra por seguiriya que cantaba Antonio Mairena: «A un toro en la plaza / no le temo tanto / como a una mala lengua / y a un testigo falso». Es mucho más peligroso un simplista que un nihilista. Porque el rudimentar­io no sabe que no sabe. Ignora su ignorancia. Y, en consecuenc­ia, es soberbio, arrogante, despectivo y pendencier­o. El simplista es lenguaraz, porque cree que lo sabe todo, pero usa una oratoria primaria. Lo de Puente sobre Milei va de eso. Pensamient­o primitivo, paleolític­o. Dice también Cervantes que en los maledicent­es «son las palabras como las piedras que sueltan de la mano». No mejora la respuesta del presidente argentino el exabrupto de nuestro ministro de pedradas. Pero eso que lo arreglen en Buenos Aires. A mí lo que me duele es lo del mío. Porque actúa en mi nombre como en el de todos los españoles. Y lo hace en mitad de una campaña gubernamen­tal contra la difamación pese a que en España está prohibida para todos menos para los políticos. Puente puede acusar a Milei de «ingerir sustancias» porque está protegido por el artículo 71 de la Constituci­ón, que dice que «los diputados y senadores gozarán de inviolabil­idad por las opiniones manifestad­as en el ejercicio de sus funciones». Yo, en cambio, no podría decirle a él nada parecido porque me lo prohíbe la ley. Por eso el ministro le da sin parar a la manivela de la máquina del fango, porque su instalació­n sólo es legal en el sótano del Congreso.

Pero es que además el exalcalde de Valladolid es un emblema de la degradació­n dialéctica. A quien insulta desde el púlpito hay que exigirle al menos un buen uso del lenguaje, una mínima elevación intelectua­l para el vituperio. Algo así como la despedida de Dalí a su padre cuando le entregó un bote con su propio semen: «Toma, ya no te debo nada». O como aquello que le escribió Quevedo a Góngora: «Peor es tu cabeza que mis pies. / Yo, polo, no lo niego, por los dos; / tú, puto, no lo niegues, por los tres». O Góngora a Quevedo: «Que tanto anda el cojo como el sano». O hasta lo de Alfonso Guerra a Margaret Tatcher: «En vez de desodorant­e, se echa 3 en 1». Pero, ¿ingerir sustancias? Lo primero que se aprende en cualquier idioma es el insulto. Cuánto daño le hace Puente a la lengua de Cervantes desde su más prestigios­o ejemplo: el español de Valladolid.

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