Coprofagia audiovisual
Ningún gobierno debería decirnos qué podemos ver, pero cada uno de nosotros sí es soberano para rechazar los programas infectos que se excretan por doquier
SIMPATIZO con la cruzada que lleva a cabo Patricia Ramírez —madre del niño Gabriel Cruz, asesinado en Almería—, quien desea que el crimen de su hijo no se convierta en carnaza de series y documentales sensacionalistas. Sin embargo, también hago mía la causa de Antonio del Castillo, quien vería con buenos ojos la producción de un reportaje de investigación profesional que señale los errores y maniobras que hasta hoy han impedido que se encuentren los restos de su hija Marta. De hecho, el caso de la desaparición de una adolescente romana ocurrido en 1983, fue reabierto treinta años más tarde gracias a un documental británico: «Vatican Girl: The Disappearance of Emanuela Orlandi» (2022). Podría mencionar otros casos semejantes, pero basta con uno para distinguir entre una producción de calidad de las que no lo son.
Mi constitucionalista de cabecera —el profesor Víctor J. Vázquez— me comenta que legalmente no es posible prohibir la producción de series, películas, reportajes o documentales, pues cuando están basados en hechos que fueron relevantes los ampara la libertad de información y, en el caso de ficciones tomadas de casos reales, las ampara la libertad de creación artística. Pensemos en «La sociedad de la nieve», una película basada en un suceso real, candidata a los Óscar y que arrasó en los premios Goya. ¿Podrían los supervivientes de aquella tragedia oponerse a la producción de series, películas o documentales que les recuerden que en 1972 tuvieron que comerse a los pasajeros fallecidos de un avión para sobrevivir? ¿Cuántos años tienen que pasar para que una tragedia personal pase a ser de dominio público? ¿Acaso las violaciones prescriben en la memoria de las víctimas?
La mayor parte de las ficciones que consumimos se inspiran en sucesos de la vida real y sería ridículo demandar a un autor o autora por creer que un personaje es trasunto nuestro, aunque sea demasiado obvio. Por ejemplo, ni siquiera Julia Urquidi se atrevió a demandar a Mario Vargas Llosa cuando el novelista peruano la convirtió en personaje de ‘La tía Julia y el escribidor’ (1977). Y pensemos en ‘Patria’ (2016) de Fernando Aramburu, cuya historia principal se inspiró en el asesinato de Ramón Baglietto, concejal de Azcoitia asesinado por un etarra a quien el propio Baglietto le había salvado la vida cuando era un niño. Sin embargo, tanto las novelas de Vargas Llosa como las de Fernando Aramburu son obras maestras y su valor no radica en el sensacionalismo.
Lo que aterra a cualquier víctima que reconozca su tragedia en una película, serie o documental, es la obscenidad gratuita, el regodeo morboso y cualquier expresión de violencia tratada como espectáculo. Por desgracia, esto es lo que abunda en todos los formatos y por eso nos hemos convertido en coprófagos audiovisuales, capaces de consumir los peores detritos que anegan las pantallas. Ningún gobierno debería decirnos qué podemos ver, pero cada uno de nosotros sí es soberano para rechazar los programas infectos que se excretan por doquier.