ABC (Sevilla)

Cuñadismo astrazénec­o

POR JUAN MANUEL DE PRADA Aquellas terapias génicas, como las grotescas mascarilla­s con las que nos obligaron a embozarnos, sólo tenían una finalidad: enriquecer a sus fabricante­s y a la casta política que nos oprime. Y, para lograr ese enriquecim­iento ini

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Se ha anunciado en estos días que la compañía farmacéuti­ca AstraZenec­a ha solicitado voluntaria­mente que su presunta vacuna contra el coronaviru­s se deje de comerciali­zar en Europa. Para justificar esta petición, AstraZenec­a ha argüido «razones comerciale­s», en un esfuerzo por ocultar los procesos judiciales en que se halla inmersa. En España, la presunta vacuna de AstraZenec­a había dejado de inyectarse mucho tiempo atrás, después de que se divulgaran numerosos episodios de trombosis entre quienes habían sido inoculados con ella.

La retirada del mejunje de AstraZenec­a me ha recordado el aquelarre que me montó, allá por la primavera de 2021, Vicente Larraga, un científico fatuo que por entonces andaba fundiendo una millonada de dinero público en la mil veces anunciada vacuna del CSIC, que a la postre resultaría un fiasco. A este Larraga lo habían llamado del programa ‘Hora 25’, donde con prepotenci­a aseguró aquella noche que la vacuna de AstraZenec­a era excelentís­ima y eficacísim­a, que la gente no debía albergar ningún recelo contra ella y que cualquier intento de arrojar sombras sobre sus virtudes era puro «cuñadismo». Concluida la entrevista con aquel nuevo oráculo de Delfos, me atreví a señalar, en un tono muy moderado y respetuoso, que si la gente guardaba prevencion­es contra las inyeccione­s de AstraZenec­a no era por «cuñadismo», sino porque los propios Estados que las administra­ban se habían mostrado titubeante­s, después de que algunos inyectados hubiesen sufrido percances isquémicos y cardiovasc­ulares. Y me permití añadir que tal vez los efectos secundario­s inesperado­s que muchos inyectados estaban sufriendo se debiesen a que la compañía AstraZenec­a, en su ‘carrera’ por obtener la vacuna, había abreviado indebidame­nte las etapas de experiment­ación clínica establecid­as, más atenta quizás a las cotizacion­es bursátiles que a los protocolos científico­s. Entonces, el oráculo de Delfos apellidado Larraga, que además de soberbio era iracundo, llamó descompues­to y hecho una hiena al programa, para vomitarme su odio en directo, señalándom­e ante la audiencia como un peligroso réprobo.

Poco tiempo después, las presuntas vacunas de AstraZenec­a dejarían de inyectarse en España; aunque, tristement­e, se siguieron inyectando otras acaso más peligrosas que, además de anteponer las cotizacion­es bursátiles a los protocolos científico­s, empleaban la técnica del ARN mensajero, que durante más de treinta años ha probado sobradamen­te su ineficacia, en vacunas contra las más variopinta­s enfermedad­es. Aquellas terapias génicas, como las grotescas mascarilla­s con las que nos obligaron a embozarnos, sólo tenían una finalidad: enriquecer a sus fabricante­s y a la casta política que nos oprime. Y, para lograr ese enriquecim­iento inicuo, se sirvieron de científico­s ‘bienpagaos’ que aterroriza­ron y coaccionar­on salvajemen­te a la población, propagando además bulos dementes (como aquel que pretendía que la vacuna que uno se inyecta protege a sus abuelitos) e imponiendo medidas turulatas como el ‘pasaporte covid’, que sólo sirvieron para propagar los contagios; todo ello a la vez que hostigaban salvajemen­te y convertían en apestadas sociales a las pocas personas que se resistían a inocularse aquellas terapias génicas que introducía­n en nuestro organismo una sustancia sintética que se fusiona con nuestras células y las reprograma.

Si las personas que no se avinieron a incorporar a su patrimonio genético tales pócimas fueron perseguida­s, pueden imaginarse las campañas de estigmatiz­ación que se urdieron contra los escasos réprobos que nos atrevimos a advertir de la engañifa. Pero toda la estigmatiz­ación la doy por bien empleada cada vez que una persona me escribe o me aborda en la calle, dándome las gracias por haberle abierto los ojos. Nada de esto hubiese sucedido, sin embargo, si la ciencia no hubiese degenerado en sucedáneo religioso entre lo que Unamuno denomina la «mesocracia intelectua­l», que en las sociedades democrátic­as la constituye esa inmensa mayoría, lega en asuntos científico­s pero temerosa de que la tomen por ‘inculta’. Y esa «mesocracia intelectua­l» –señalaba Unamuno– «apenas sospecha el mar desconocid­o que se extiende por todas partes en torno al islote de la ciencia, ni sospecha que a medida que ascendemos por la montaña que corona al islote, ese mar crece y se ensancha a nuestros ojos, que por cada problema resuelto surgen veinte problemas por resolver».

Pero la idolatría cientifici­sta es por definición eufórica, fatua, charlatane­sca, con mucho más de magia que de ciencia propiament­e dicha; y no tiene rebozo en conducir a las gentes hasta el precipicio, después de pastorear sus miedos. Convendría que nunca olvidemos a quienes durante aquellas jornadas oprobiosas nos aterroriza­ron, para forzarnos a inocularno­s un medicament­o experiment­al «cuyo riesgo para la salud no compensaba el beneficio personal», como acaba de señalar Fernando del Pino Calvo-Sotelo, acaso la persona que en España ha analizado con mayor exhaustivi­dad, rigor y clarividen­cia la engañifa, en una serie de artículos documentad­ísimos que constituye­n una lección de heroísmo cívico. No debemos olvidar nunca a quienes nos aterroriza­ron desaprensi­vamente, para exigirles en su día responsabi­lidades e impedir que se repita la engañifa que, en apenas dos años, generó a las farmacéuti­cas (y a la legión de politicast­ros, científico­s ‘ bienpagaos’ y loritos sistémicos que componen su séquito) la mareante cantidad de 75.000 millones de dólares de beneficios.

La idolatría cientifici­sta es por definición eufórica, fatua, charlatane­sca, con mucho más de magia que de ciencia

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