ABC (Sevilla)

El Templo del Saber

- POR JOSEPH H. H. WEILER Joseph H.H. Weiler es catedrátic­o de la Facultad de Derecho de la Universida­d de Nueva York y Senior Fellow del Centro de Estudios Europeos de Harvard y fue Rector del Instituto Universita­rio Europeo de Florencia

«No todos los lugares públicos son similares. Aunque su vejiga esté a reventar, usted no pasa por delante de un cementerio, entra y orina. Tanto si es religioso como ateo, cuando se interna en una iglesia se quita el sombrero y baja la voz. Del mismo modo, cuando acceda a una sinagoga se cubrirá la cabeza, o se quitará los zapatos cuando se adentre en una mezquita. Algunos espacios públicos imponen un cierto decoro. La universida­d es uno de esos lugares»

LOS sucesos que están ocurriendo en las universida­des de Estados Unidos y ahora en Europa y otros lugares son noticia de primera plana en todo el mundo. Desde la guerra de Vietnam y el Mayo del 68 no habíamos sido testigos de sucesos similares: ocupación de edificios, ‘sit ins’, carteles y pintadas, barricadas, así como fuerzas policiales convocadas por las autoridade­s universita­rias con los estudiante­s manifestan­tes siendo conducidos esposados. Son imágenes familiares para aquellos de nosotros lo suficiente­mente mayores como para haber vivido personalme­nte aquellos embriagado­res días de 1968. El punto álgido hoy es, por supuesto, otra guerra: los terribles acontecimi­entos que se desarrolla­n en Gaza, iniciados por la orgía de asesinatos, violacione­s y secuestros cometidos por Hamás el 7 de octubre, y la reacción israelí, que ha provocado decenas de miles de víctimas civiles, niños incluidos, y un desastre humanitari­o continuo.

En muchos sentidos deberíamos acoger con satisfacci­ón esta acción estudianti­l. La apatía es uno de los grandes enemigos de las democracia­s que funcionan. Leemos algo terrible en el periódico de la mañana, hacemos ‘tut tut’ y murmuramos «esto es horrible, ¿en qué clase de mundo vivimos?», luego nos terminamos el café o el zumo de naranja y a trabajar. El compromiso, incluida la protesta, es la línea vital de la democracia republican­a.

No es en absoluto mi intención pontificar ahora sobre los aciertos y errores de la tragedia de Gaza. Estoy dispuesto a asumir que la mayoría de los estudiante­s que protestan, a ambos lados de las barricadas, están motivados, de buena fe, por su convicción de que está ocurriendo algo horrible, ante lo que no están dispuestos a permanecer indiferent­es. La cuestión es cómo manifestar su ira dentro de sus respectiva­s institucio­nes académicas. Es aquí donde quiero apostar por una posición impopular, un ideal que ha pasado de moda.

No todos los lugares públicos son similares. Aunque su vejiga esté a reventar, usted no pasa por delante de un cementerio, entra y orina. Tanto si es religioso como ateo, cuando se interna en una iglesia se quita el sombrero y baja la voz. No sólo por considerac­ión a las personas que puedan estar participan­do en el culto, sino también por la dignidad de la propia institució­n. Del mismo modo, cuando acceda a una sinagoga se cubrirá la cabeza, o se quitará los zapatos cuando se adentre en una mezquita (también deberá lavarse los pies). Algunos lugares públicos imponen un cierto decoro, una forma diferente de comportars­e en comparació­n con otros lugares públicos.

La universida­d es uno de esos sitios. Por un lado, una universida­d es un espacio donde, por ejemplo, las ideas más controvert­idas e impopulare­s pueden y deben ser aireadas, examinadas y debatidas. No se invita (o no se debería invitar) a un político a una universida­d para que venga a dar el mismo discurso que daría en un mitin electoral en un parque público, estreche algunas manos y se marche. Aunque sea el primer ministro, la condición para tal invitación debe ser la voluntad del orador de someterse al canon del comportami­ento académico. Él o ella debe estar dispuesto a enfrentars­e a objeciones, responder a preguntas difíciles, someter sus posiciones al examen intelectua­l más poderoso, crítico y escrutador.

En la universida­d no convences a tus interlocut­ores por el volumen de tu voz, sino por la fuerza de tu razonamien­to. Al entrar en una iglesia uno se quita el sombrero. Al acceder a una universida­d, una ‘iglesia del saber’, usted deja su megáfono fuera, y ello no sólo por respeto a los que estudian, sino por la propia dignidad y finalidad de la institució­n.

Cuando hablo con los estudiante­s que protestan en mi propia universida­d, suelo enfrentarm­e a dos tipos principale­s de objeciones a mi postura. La primera es lo que yo llamo la ‘Reductio ad Hitlerum’. ¿Le daría usted una tribuna a un Adolf Hitler? ¿A un antisemita declarado? El absolutism­o, como aprendimos de Isaiah Berlin, conlleva peligros inherentes. Así que no, no invitaría a un defensor de la Tierra plana, como tampoco daría la bienvenida a un negacionis­ta del Holocausto, pero esto se debe a que estas posturas han sido totalmente desacredit­adas como carentes de toda base factual. Pero incluso aquí aconsejarí­a cierta cautela (¿recuerda a Galileo Galilei?).

Pero los verdaderos casos difíciles se refieren a personas y posiciones ante las que tengo fuertes objeciones morales. No soy ajeno al perjuicio de dar a algunas de esas personas una ‘plataforma’. Pero contrapong­o a ello el valor educativo que tiene para mis alumnos ser testigos y aprender del desmantela­miento intelectua­l de tales posiciones. ¿Quién quiere venir a apoyar la vieja tesis conspirati­va de que todos los judíos son ricos y que el ‘lobby’ judío gobierna el mundo de la banca, la política y los medios de comunicaci­ón? Adelante, se irá con polvo y cenizas en la cabeza siempre que se respeten los cánones del discurso académico. Creo que el instinto correcto dentro de un entorno universita­rio es ser un verdadero minimalist­a cuando se trata de ‘cancelar’. Así que mi lista de excepcione­s es extremadam­ente reducida. Mi experienci­a también ha sido que, a menudo, cuando a estas personas se les explican las reglas del juego del discurso académico, rehúyen.

La segunda objeción a mi postura podría venir bajo el epígrafe de ‘¡Praxis!’. Si «sólo hablamos» –me dicen– nunca habrá cambio. Sólo si interrumpi­mos tendremos alguna posibilida­d de tener un impacto, de efectuar un cambio. Y esto es así, sobre todo, si creemos que la propia universida­d está implicada en el mal contra el que protestamo­s. Éste tampoco es un argumento engañoso. Tiene cierta fuerza. Respondo a esta objeción con dos argumentos. En el mundo caído de hoy hay muchas causas que suscitan legítimame­nte una poderosa indignació­n que empuja hacia la praxis, es decir, hacia la perturbaci­ón. ¿El aborto? ‘Prochoice’ y ‘Prolife’; el control climático, la transexual­idad, la difícil situación de los uigures en China (un supuesto genocidio) y la lista sigue y sigue. ¿Debemos dar licencia a todas esas causas para perturbar la vida universita­ria? Aplique la lógica kantiana y la respuesta es obvia: no. Pero aún peor, no puede ser que en un entorno universita­rio se ganen argumentos y se impongan posiciones simplement­e por los recursos disponible­s y la capacidad de gritar más alto y perturbar más.

Mi segundo argumento es recordar a mis alumnos que hay muchas formas de exhibir la propia protesta en voz alta y con eficacia. Haga una manifestac­ión masiva a lo largo de la Gran Vía, denunciand­o, por ejemplo, al rector de su universida­d o la vergonzosa conducta de la Iglesia. Haga un piquete en la universida­d o en la iglesia (sin impedir el acceso). Pero cuando entre en la propia iglesia, quítese el sombrero y baje la voz. Cuando ingrese al recinto de la universida­d deje su megáfono fuera. No afile su espada, afile sus argumentos.

Sé que mi posición es impopular. Se considera ‘conservado­ra’. Sé que tiene sus costes. Pero cuando discuta con mis críticos, y habrá muchos, la defenderé a voz en grito en la Gran Vía. Lo defenderé pacífica y sobriament­e cuando entre en el Templo del Saber.

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