El Templo del Saber
«No todos los lugares públicos son similares. Aunque su vejiga esté a reventar, usted no pasa por delante de un cementerio, entra y orina. Tanto si es religioso como ateo, cuando se interna en una iglesia se quita el sombrero y baja la voz. Del mismo modo, cuando acceda a una sinagoga se cubrirá la cabeza, o se quitará los zapatos cuando se adentre en una mezquita. Algunos espacios públicos imponen un cierto decoro. La universidad es uno de esos lugares»
LOS sucesos que están ocurriendo en las universidades de Estados Unidos y ahora en Europa y otros lugares son noticia de primera plana en todo el mundo. Desde la guerra de Vietnam y el Mayo del 68 no habíamos sido testigos de sucesos similares: ocupación de edificios, ‘sit ins’, carteles y pintadas, barricadas, así como fuerzas policiales convocadas por las autoridades universitarias con los estudiantes manifestantes siendo conducidos esposados. Son imágenes familiares para aquellos de nosotros lo suficientemente mayores como para haber vivido personalmente aquellos embriagadores días de 1968. El punto álgido hoy es, por supuesto, otra guerra: los terribles acontecimientos que se desarrollan en Gaza, iniciados por la orgía de asesinatos, violaciones y secuestros cometidos por Hamás el 7 de octubre, y la reacción israelí, que ha provocado decenas de miles de víctimas civiles, niños incluidos, y un desastre humanitario continuo.
En muchos sentidos deberíamos acoger con satisfacción esta acción estudiantil. La apatía es uno de los grandes enemigos de las democracias que funcionan. Leemos algo terrible en el periódico de la mañana, hacemos ‘tut tut’ y murmuramos «esto es horrible, ¿en qué clase de mundo vivimos?», luego nos terminamos el café o el zumo de naranja y a trabajar. El compromiso, incluida la protesta, es la línea vital de la democracia republicana.
No es en absoluto mi intención pontificar ahora sobre los aciertos y errores de la tragedia de Gaza. Estoy dispuesto a asumir que la mayoría de los estudiantes que protestan, a ambos lados de las barricadas, están motivados, de buena fe, por su convicción de que está ocurriendo algo horrible, ante lo que no están dispuestos a permanecer indiferentes. La cuestión es cómo manifestar su ira dentro de sus respectivas instituciones académicas. Es aquí donde quiero apostar por una posición impopular, un ideal que ha pasado de moda.
No todos los lugares públicos son similares. Aunque su vejiga esté a reventar, usted no pasa por delante de un cementerio, entra y orina. Tanto si es religioso como ateo, cuando se interna en una iglesia se quita el sombrero y baja la voz. No sólo por consideración a las personas que puedan estar participando en el culto, sino también por la dignidad de la propia institución. Del mismo modo, cuando acceda a una sinagoga se cubrirá la cabeza, o se quitará los zapatos cuando se adentre en una mezquita (también deberá lavarse los pies). Algunos lugares públicos imponen un cierto decoro, una forma diferente de comportarse en comparación con otros lugares públicos.
La universidad es uno de esos sitios. Por un lado, una universidad es un espacio donde, por ejemplo, las ideas más controvertidas e impopulares pueden y deben ser aireadas, examinadas y debatidas. No se invita (o no se debería invitar) a un político a una universidad para que venga a dar el mismo discurso que daría en un mitin electoral en un parque público, estreche algunas manos y se marche. Aunque sea el primer ministro, la condición para tal invitación debe ser la voluntad del orador de someterse al canon del comportamiento académico. Él o ella debe estar dispuesto a enfrentarse a objeciones, responder a preguntas difíciles, someter sus posiciones al examen intelectual más poderoso, crítico y escrutador.
En la universidad no convences a tus interlocutores por el volumen de tu voz, sino por la fuerza de tu razonamiento. Al entrar en una iglesia uno se quita el sombrero. Al acceder a una universidad, una ‘iglesia del saber’, usted deja su megáfono fuera, y ello no sólo por respeto a los que estudian, sino por la propia dignidad y finalidad de la institución.
Cuando hablo con los estudiantes que protestan en mi propia universidad, suelo enfrentarme a dos tipos principales de objeciones a mi postura. La primera es lo que yo llamo la ‘Reductio ad Hitlerum’. ¿Le daría usted una tribuna a un Adolf Hitler? ¿A un antisemita declarado? El absolutismo, como aprendimos de Isaiah Berlin, conlleva peligros inherentes. Así que no, no invitaría a un defensor de la Tierra plana, como tampoco daría la bienvenida a un negacionista del Holocausto, pero esto se debe a que estas posturas han sido totalmente desacreditadas como carentes de toda base factual. Pero incluso aquí aconsejaría cierta cautela (¿recuerda a Galileo Galilei?).
Pero los verdaderos casos difíciles se refieren a personas y posiciones ante las que tengo fuertes objeciones morales. No soy ajeno al perjuicio de dar a algunas de esas personas una ‘plataforma’. Pero contrapongo a ello el valor educativo que tiene para mis alumnos ser testigos y aprender del desmantelamiento intelectual de tales posiciones. ¿Quién quiere venir a apoyar la vieja tesis conspirativa de que todos los judíos son ricos y que el ‘lobby’ judío gobierna el mundo de la banca, la política y los medios de comunicación? Adelante, se irá con polvo y cenizas en la cabeza siempre que se respeten los cánones del discurso académico. Creo que el instinto correcto dentro de un entorno universitario es ser un verdadero minimalista cuando se trata de ‘cancelar’. Así que mi lista de excepciones es extremadamente reducida. Mi experiencia también ha sido que, a menudo, cuando a estas personas se les explican las reglas del juego del discurso académico, rehúyen.
La segunda objeción a mi postura podría venir bajo el epígrafe de ‘¡Praxis!’. Si «sólo hablamos» –me dicen– nunca habrá cambio. Sólo si interrumpimos tendremos alguna posibilidad de tener un impacto, de efectuar un cambio. Y esto es así, sobre todo, si creemos que la propia universidad está implicada en el mal contra el que protestamos. Éste tampoco es un argumento engañoso. Tiene cierta fuerza. Respondo a esta objeción con dos argumentos. En el mundo caído de hoy hay muchas causas que suscitan legítimamente una poderosa indignación que empuja hacia la praxis, es decir, hacia la perturbación. ¿El aborto? ‘Prochoice’ y ‘Prolife’; el control climático, la transexualidad, la difícil situación de los uigures en China (un supuesto genocidio) y la lista sigue y sigue. ¿Debemos dar licencia a todas esas causas para perturbar la vida universitaria? Aplique la lógica kantiana y la respuesta es obvia: no. Pero aún peor, no puede ser que en un entorno universitario se ganen argumentos y se impongan posiciones simplemente por los recursos disponibles y la capacidad de gritar más alto y perturbar más.
Mi segundo argumento es recordar a mis alumnos que hay muchas formas de exhibir la propia protesta en voz alta y con eficacia. Haga una manifestación masiva a lo largo de la Gran Vía, denunciando, por ejemplo, al rector de su universidad o la vergonzosa conducta de la Iglesia. Haga un piquete en la universidad o en la iglesia (sin impedir el acceso). Pero cuando entre en la propia iglesia, quítese el sombrero y baje la voz. Cuando ingrese al recinto de la universidad deje su megáfono fuera. No afile su espada, afile sus argumentos.
Sé que mi posición es impopular. Se considera ‘conservadora’. Sé que tiene sus costes. Pero cuando discuta con mis críticos, y habrá muchos, la defenderé a voz en grito en la Gran Vía. Lo defenderé pacífica y sobriamente cuando entre en el Templo del Saber.