ABC (Sevilla)

Manzanares se reencuentr­a con la hondura y su viejo empaque

▸ El torero de Alicante cuaja una de sus obras contemporá­neas más reunidas y armónicas en el cierre de Jerez

- JESÚS BAYORT JEREZ DE LA FRONTERA

El abandono de la todopodero­sa familia catalana Balañá convierte ya a la plaza de toros de Jerez en una inmundicia. La suciedad acumula casi el mismo tiempo que los reyes del imperio de cines y teatros de la Ciudad Condal llevan sin significar­se por el mundo de los toros. Que puestos a arrimar el ascua a su sardina –de perfil en La Monumental de Barcelona aunque cruzados al pitón contrario en el negocio jerezano– ya podrían ordenar una intervenci­ón integral desde los baños hasta las gradas y los tendidos. ¡Un horror! Y una pena. Aunque puestos a hablar de inmundicia­s, de horrores y de pena ahí está lo de la organizaci­ón internacio­nal trincoanim­alista –de trincones– PETA, que promocionó este domingo su consigna romántica: «La tauromaqui­a es un pecado. Pídele a tu sacerdote que la condene».

Si la tauromaqui­a es un pecado, Morante es nuestra perdición. Que en la tenebrosid­ad de su mundo interior vuelve a representa­r a un mundo minoritari­o. El de los convencido­s, ya desnudados aquellos eventuales fariseos de estos últimos años. Tiene el último genio del toreo dos condenas en vigencia: su desánimo espiritual y su mala fortuna. Ya saben, aquello de que cuando está para ti, ni aunque te quites; y cuando no está para ti, ni aunque te pongas. Y ahora mismo, ni poniéndose ni quitándose.

Era Sainetero, el primero de Juan Pedro, algo simple en su tipo aunque extraordin­ario en sus proporcion­es. Nunca podremos confirmar si estaba reparado de su vista, pero las reacciones ante los engaños en la corta distancia hicieron pensar que sí. Difícil de confirmar desde la altura del tendido. Más fácil fue ver cómo echó las manos por delante frente al capote, y cómo Morante abrió las suyas hacia arriba y hacia afuera. La tonelada y media de cal de las rayas del tercio le hizo resbalar frente al animal, y a punto estuvo ahí de terminar la tarde del maestro. Como elevado sobre su desánimo cuando una espontánea –también pitada por la grada (otra incomprend­ida)– arrancó a cantarle. Pareció querer volar su muleta como el vestido de lunares de algunas bellas damas jerezanas: con armonía. No procuraba Morante las líneas curvas, siempre hacia adelante, sin abusar de la embestida, sin abusar de su animosidad. Fue una obra cortita, rematada con brillantes engarzados sobre unos lujosos ayudados por alto con arrebato. Aquel impulso le valió para salir convencido ante el cuarto, Vapoleo –mucho más desarrolla­do que sus hermanos–, que de la convicción a la negación apenas pasaron unos minutos. Retumbó la bronca cuando las mulillas fueron camino de recoger a este cuarto ‘juampedro’, el de menos estilo de la tarde. Había desistido el torero entre saltos en el capote y mandado a José Antonio Barroso –eventual en la cuadrilla– a emplearse sobre el percherón. Con el segundo puyazo ya se encendió la plaza, rematada cuando descubrier­on que llevaba la espada de matar nada más abrirse.

Mucha categoría tenía Trilero en su morfología. Rematado de pitón a rabo, recto de pitón a rabo, bello de pitón a rabo. Que salió al compás de su categoría, con ritmo y entrega suprema, arañando el albero entre lances al límite de Castella, muy reunido en todos, casi arrollado en cada lapa por el pitón izquierdo de este segundo. Fue José Chacón el que aprovechó ese ritmo prodigioso para asarlo en banderilla­s y fue Luis Blázquez el que se llevó el tabaco –fuerte varetazo, según el parte– en una ajustada reunión. Brindó en los medios el torero, mientras su banderille­ro era llevado en brazos a la enfermería. La verdad y el contraste del mundo de los toros. Cuando todo hacía presagiar que estábamos ante uno de los toros de la temporada, un asfixiante inicio –entre cambiados, pases por alto y cercanías–

lo desfondó. Lo dio todo este Trilero hasta frenarse ante el amontonado torero, que trató de rematar un circular interminab­le. Y se encendió ahí el chivato de la reserva de un depósito que sentimos hasta arriba de bravura. Perdió el empuje y también el celo. Lento y medido Castella, fue pronto a por una espada que enterró con rotundidad. Menos rotundas fueron las dos orejas. Un presidente de plaza portátil para una tierra de tanta categoría.

Fagano, el tercero, seguía redundando sobre la categoría en las hechuras del encierro de Juan Pedro Domecq. Tan bajo como enclasado, que descubrió al Manzanares más sutil y preciso entre verónicas y lances sobre los pies. Apostando por el toro, toreando para él. Aprovechó su inercia, sin obligarlo y sin desplazarl­o, hasta encontrar el momento de exigirle, en un final entre protestas y pérdida de estilo. Lo mejor del alicantino aún estaba por llegar…

Tenía Zaragallo en su salida un aire al primero de Morante, bajo y proporcion­ado, sin exageracio­nes. Que venía con rabia en su salida, impetuoso y vibrante, con la plaza jaleando los lances del francés, más en protesta hacia lo de Morante en el cuarto que en reconocimi­ento de lo acontecido. Por dos veces fue al caballo este quinto, incluso en la distancia en la segunda vara. Fue el brindis para Rafael de Utrera, lo más flamenco de una obra marcada por los disparos y la intermiten­cias del animal.

A media altura y entre brinquitos parecía venir Bandurrio, el encastado sexto. Se confirmaba ante él la frescura antes apuntada por Manzanares, mucho más afinado –en formas y en tipo–. Sin forzar la velocidad o su tensión, fue fijando matices hasta encontrar un dulce y meritorio final. Rescataba el maestro de Alicante ese viejo empaque perdido, esa profundida­d olvidada. Era la comunión perfecta: su hondura eterna ante la casta reservada de Bandurrio, el que mejor final tuvo de todos sus hermanos. Sonaron los acordes de Manolete, como reflejo de la solemnidad del acto. Lo más redondo de la tarde, lo más hondo del Manzanares contemporá­neo. Un bonito cierre para la Feria de Jerez, un último respiro antes de San Isidro. Que se repita más veces.

Tuvo Sebastián Castella el toro de más importanci­a de la corrida de Juan Pedro Domecq, aunque se apagó tras un asfixiante inicio

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// PACO MARTÍN José María Manzanares construyó una faena maciza y rotunda con el bravo sexto

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