ABC (Sevilla)

Anatomía de Antonio Vega

Su sensibilid­ad no fue cursi ni evidente sino un lamento digno, un dolor sin barroquism­os, kilo y medio de oro puro, sin matices, formas ni adornos

- JOSÉ F. PELÁEZ Verbolario POR RODRIGO CORTÉS Voz, f. Fin de la reflexión.

Hablamos como si no pasara nada, como si el día menos pensado fuéramos a encontrarn­os con él por la calle de la Palma, como si el mundo sin Antonio fuera lo mismo, como si aquel chico solitario y triste hubiera sido uno más y no ese gigante que te emocionaba sin gritarte y que llegaba a tonos imposibles porque no le salían de la garganta sino de un corazón a punto de quebrarse. Antonio te paralizaba con miradas profundas porque era muy especial. Estuve en muchos conciertos suyos y nunca he visto un respeto tan grande ante un artista, quizá solo con Camarón. Si aquel día el maestro estaba mal, pues a casa y punto. Pero nadie lo expresaba en alto, nadie quebraba el silencio ni la magia, nadie contaminab­a con palabras gastadas el aura mágica que creaba su presencia. Nadie rompía la enorme tensión que surgía justo antes de que diera la primera nota y constatára­mos que estaba afinado, que llegaba, que estaba bien y que ya podíamos respirar aliviados y dar un trago a la cerveza. Nadie molestaba a nadie en esas salas pequeñas de los últimos tiempos, las salas de antes del canto del cisne. Todos nos uníamos en una oración interior y entrábamos en comunión con nuestros sentimient­os más bonitos, tanto que de lo que me entraban ganas fundamenta­lmente era de levantarme, protegerle, darle un abrazo, llevármelo a casa, hacerle unas lentejas y taparle con una manta.

Antonio no era sólo un músico. Él era un genio e hizo música como podía haber hecho cualquier otra cosa. Sospecho que habría sido un excelente físico, un gran pintor, un arquitecto de renombre, un bailarín. Sobre todo, habría sido un excelente torero, porque Antonio Vega fue fundamenta­lmente eso, un torero de culto, un Rafael de Paula quebrado en su hondura trágica y honda. Y por eso sus seguidores nos uníamos a él en una liturgia de vellos de punta, de pieles de gallina y de nudos en la garganta. Y sospecho que ahí seguimos, en ese corte de digestión, en este suspiro contenido que dura ya quince años.

El otro día pasaba por El Penta y me acordaba. Luego pensé en Clamores, en la Galileo, en la sala El Sol, en la Vía Láctea, en el Liceo Francés y en otros lugares del mapa de su Madrid. Y decidí ir a buscarle al sitio donde mejor se le puede encontrar, que es ‘ Vatio’, la novela de mi amigo A. J. Ussía. Y no sé dónde estará ahora, pero la verdad es que, cuando le escucho, todavía me siento triste. No puedo evitar pensar en su último momento, ese momento que me pilló trabajando en un café de La Latina, el último hálito del ser más frágil que ha dado el mundo diciendo a su madre esa frase que me machaca: «Mamá, no me quiero morir».

Antonio ha sido la sensibilid­ad más grande, veía cosas que el resto no alcanzábam­os a ver. Pero lo más grande de Antonio era que su sensibilid­ad no fue cursi ni evidente sino un lamento digno, un dolor sin barroquism­os, kilo y medio de oro puro, sin matices, formas ni adornos.

Hoy hace quince años de su muerte. Es un día perfecto para echarle de menos, para dejarnos llevar por él y recordar cómo era el mundo antes de que nos dejaran huérfanos de belleza. Te echamos de menos, Antonio. Todo sigue adelante. Te veo cada tarde en la foto del salón, esa en la que sales tocando la guitarra con el pelo por delante de una mirada clavada en la guitarra. En la foto pone: «Yo nunca me he ido. Siempre he estado aquí y sigo estando». OK, Antonio. Pero el problema es que no te vemos.

Hoy hace quince años de su muerte. Recordemos hoy cómo era el mundo antes de que nos dejaran huérfanos de belleza

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// ABC El artista Antonio Vega, en una imagen de los noventa
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