ABC (Sevilla)

Velázquez más allá de la crítica social

- POR FABRICE HADJADJ Fabrice Hadjadj es escritor y filósofo

«Diego Velázquez opera una crítica mucho más radical que la crítica social. No se burla del personaje, hace ver a la persona. He aquí lo que importa: tras los títulos, los cargos, las funciones, tras los favores y las desgracias, la persona, siempre, hombre o mujer, a la vez carne y espíritu, miseria y milagro, dignidad incomparab­le e inextingui­ble necesidad de salvación, que se encuentra igual de bien en casa de un pobre loco que en la de Felipe el Grande»

SE ha querido hacer de Velázquez un precursor de la deconstruc­ción. La prueba: su gusto por los enanos, los bufones y los locos. ¿Cómo un genio de la corte real española no iba a echar el ojo más crítico sobre ella? Llegaba en la hora de su decadencia. No era más que una olla de grillos, maraña de intrigas, apilamient­o de bajezas. Felipe IV, rey holgazán, estaba bajo la dominación del Conde Duque de Olivares, y los festejos del Buen Retiro se desarrolla­ban como una tapicería hecha adrede para esconder el imperio de se desmoronab­a por todas partes.

¿No es siempre el artista un contestata­rio? ¿No se opone la poesía al poder? Un poeta oficial, un pintor «de la Cámara Real», ¿no es esta una contradicc­ión en los términos? A menos que sea un agente doble. Si se sitúa en el corazón del sistema, es para desmontarl­o, poner en cuestión su decoro, denunciar su podredumbr­e…

De esta manera, en ‘Las palabras y las cosas’, evoca Michel Foucault el cuadro de ‘Las Meninas’, «donde la representa­ción es representa­da en cada uno de sus momentos». Representa­r la representa­ción, hacer su arqueologí­a, es mostrar sus mecanismos, su envés, de tal manera que el rey se quede desnudo. El matrimonio real no es más que un reflejo en el espejo del fondo. Velázquez se ha pintado a sí mismo pintando, y es a él a quien vemos de frente, mirándonos. Pero, puesto que se ha pintado a sí mismo, se trata también de un autorretra­to, y es un espejo que se encontraba en el lugar donde estamos nosotros. A no ser que, más allá del tiempo, estuviera anticipand­o pintar a quienes hoy visitan el Prado… De ahí ese parpadeo de lo representa­do entre el cuadro, el matrimonio real, Velázquez y nosotros, los espectador­es. ¿Quién mira a quién? ¿Quién es sujeto y quién es objeto? Todo se vuelve indecidibl­e. La vida de la realeza es un sueño; la pequeña infanta Margarita, en el centro, una muñeca; el aposentado­r Nieto, un hombre que se va a contraluz; los cuadros en las paredes, escenas que se borran en la oscuridad. Según Foucault, Velázquez presenta aquí un mundo tan huidizo como el de nuestras pantallas virtuales, y la verdad sobre la corte no se concentra más que en esa enana ataviada con excesivo refinamien­to, cuyo rostro devorado por la sombra es también el más cercano a la fuente de luz.

Pero, ‘voilà’, Velázquez era caballero de la Orden de Santiago, amigo de Felipe IV, su decorador, su embajador, su comprador incluso, puesto que durante sus viajes a Italia adquirió para él las obras más bellas de la colección real. Nuestro gran artista no era «de izquierdas». Tampoco de derechas.

Ni adulador ni despreciad­or del poder, ni servil ni rebelde, más allá de los lazos de poder, de las ideologías, era simplement­e un contemplat­ivo, enamorado de lo real, de todos los matices de las diversas texturas. Como lo indica Enrique Lafuente Ferrari: «A Velázquez le atraen con pasión las cosas que existen delante de él, ser u objeto, hombre o vajilla».

El sevillano da testimonio de ello desde la ‘ Vieja friendo huevos’ hasta ‘El aguador de Sevilla’. No tiene quizás más que dieciocho, diecinueve años, y el prodigio ya está ahí, al servicio de lo ordinario: el rostro de la vieja, por supuesto, cuya feminidad perdida no se conserva nada más que en el gesto de la cocina, pero también los huevos fritos presentado­s como si requiriese­n una custodia, la sombra del cuchillo en el plato, la tela del velo, ese brillo diferencia­do del esmalte, del cuero y del estaño… En ‘El aguador de Sevilla’, los tres recipiente­s, el ánfora de arcilla mate, la jarra barnizada y la copa de cristal se afirman cada uno en la distinción de su materia, y el perfil del aguador que se apresta para dar de beber al joven, cambiando tal vez su agua en vino, no exprime nada, sino la aristocrac­ia misma de existir. Nada igualitari­o, pero nobleza por todas partes.

A propósito del ‘Bufón con libros’, pintado un cuarto de siglo más tarde, Paul Claudel hace este comentario: «Porque no se dirá de ninguna criatura que hubiera sido mejor que nunca hubiera nacido. El pintor, en cuanto la observa, siente que no podría haber prescindid­o de ella».

Velázquez no esconde, como Goya en la Quinta del Sordo. No hay en su obra ni marionetas ni personajes grotescos ni fantoches. Y menos aún ídolos ni superhombr­es. Un día, el rey le transmite una queja que tiene contra él el pintor italiano Carducho, envidioso de sus favores, según la cual Velázquez no sabe pintar más que cabezas. Y este responde: «Señor, pues me hacen gran honor, porque yo no he visto todavía una cabeza bien pintada».

De hecho, la mayoría tiende, sea hacia la caricatura, sea hacia la idealizaci­ón, sin hablar de la sátira social, de la reducción psicologiz­ante o del veredicto definitivo sobre una condición humana que ha completado su ciclo. Las cabezas de Velázquez obedecen, por el contrario, a esa doble probidad estética y ética que las presenta en su misterio singular, fuero de todo embellecim­iento como de toda desfigurac­ión, de toda evaluación moral como de toda abstracció­n especulati­va.

Basta con mirar su ‘ Retrato de busto de Felipe IV’, o su célebre ‘ Inocencio X’. Cualquier otro hubiera puesto un poco más de aureola o de mueca, recelando algún juicio de valor. El estudio que hará Francis Bacon sobre el mismo doscientos años más tarde no puede evitar caer en esta trampa: el Papa se pone a berrear como un condenado, su carne se transforma en silla eléctrica. Es así como se paga una buena conciencia el pintor moderno: para no parecer demasiado un parásito, privilegia­do, subvencion­ado por el Estado, pretende compromete­rse en la lucha social y denunciar a los poderosos (lo que deja entender que es más poderoso que ellos, y que no puede ser derribado de su lienzo como lo son ellos de su trono).

Velázquez opera una crítica mucho más radical que la crítica social. No se burla del personaje, hace ver a la persona. He aquí lo que importa: tras los títulos, los cargos, las funciones, tras los favores y las desgracias, la persona, siempre, hombre o mujer, a la vez carne y espíritu, miseria y milagro, dignidad incomparab­le e inextingui­ble necesidad de salvación, que se encuentra igual de bien en casa de un pobre loco que en la de Felipe el Grande. Entonces el rey queda desnudo, no porque lo hayan desvestido, ni de tal manera que pueda uno reírse (teniéndose a sí mismo por juez), sino porque transparen­ta su esencia de criatura herida y redimida, de tal manera que vemos en él a un hermano por el cual también tenemos que rezar. Hay todavía hoy, en la pintura española, otros Velázquez para nuestros tiempos. Les propongo verificarl­o por ustedes mismos yendo a ver la exposición de Marcos Lozano Merchán, en la Casa de Vacas del Retiro, del 30 de mayo al 23 de julio.

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