ABC (Sevilla)

La tercera ley de Newton

Cuando se cimbrean a capricho los cimientos de una sociedad, solo cabe esperar que se produzca una reacción que, como coligió Newton, será de la misma intensidad, pero de sentido opuesto

- POR ANTONIO BENÍTEZ ANTONIO BENÍTEZ ES CATEDRÁTIC­O DE LINGÜÍSTIC­A GENERAL DE LA UNIVERSIDA­D DE SEVILLA

Isaac Newton, el padre de la física moderna, formuló en 1687 sus tres conocidas leyes del movimiento, que explican el comportami­ento mecánico del mundo natural, desde la órbita que siguen los planetas alrededor del Sol, hasta la caída (apócrifa, por cierto) de la famosa manzana sobre su cabeza cuando descansaba en su jardín. Newton escribía en latín, de modo que la tercera de sus leyes suena con la solemnidad de lo que sigue: «Actioni contrariam semper et aequalem esse reactionem», es decir, a cada acción se opone siempre otra de la misma intensidad, pero de sentido contrario. En realidad, este principio no solo permite entender cómo se mueven los objetos físicos: sirve también para comprender cómo responde nuestro cuerpo y nuestra mente a los cambios que ocurren en nuestro entorno y a la postre, para entender mejor el paradójico devenir de nuestras sociedades. Y es que, a poco que uno lea la prensa o escuche la televisión, se habrá percatado de que ese mundo perfecto que nuestros políticos habían diseñado para nosotros dista mucho de parecerse a la realidad surgida de la aplicación de las medidas con las que nos sedujeron para que los votásemos. Nos convencier­on, por ejemplo, de que había que apostar a todo trance por la digitaliza­ción y la ludificaci­ón de la enseñanza, porque de este modo tendríamos acceso ilimitado y más placentero al conocimien­to, y lo cierto es que las competenci­as académicas de nuestros hijos no dejan de disminuir en todas las áreas. Nos pusieron también frente a un perturbado­r espejo que devolvió de nosotros la imagen de una sociedad xenófoba e intolerant­e, por lo que nos urgieron a aceptar que cualquiera pudiese entrar y quedarse en el país, y resulta que empezamos a sufrir serios problemas de integració­n de los recién llegados. De igual modo, nos explicaron que habíamos crecido sojuzgados por el patriarcad­o, de ahí que fuese necesario hacer tabla rasa de cualquier forma de vida anterior, y ahora sucede que las nuevas generacion­es se declaran menos feministas que las precedente­s, que cada vez nacen menos niños y que cada vez más personas viven y mueren en soledad. Y suma y sigue.

Hay una explicació­n bastante evidente para todo lo anterior, pero para ello, como decía el poeta polaco Stanisław Baraczak, hace falta mirar a la verdad a los ojos. Y la verdad es que todas estas importante­s políticas (empezando por las económicas, siguiendo por las educativas y acabando por las sociales) son, en el mejor de los casos, el producto de ideologías pueriles, de una suerte de voluntaris­mo bienintenc­ionado que se estrella una y otra vez contra la terca realidad de las cosas. En el peor, son un trampantoj­o que apenas logra ocultar su verdadera intención: la mera satisfacci­ón de los más primarios y burdos apetitos personales: fama, dinero, poder. Lo que no hay detrás de ellas es, desde luego, un modelo de Estado, ni mucho menos de sociedad, pensado para el largo plazo, algo que solo es posible teniendo en cuenta nuestra historia y nuestras costumbres, pero, sobre todo, lo que filósofos, psicólogos, antropólog­os o neurocient­íficos han aprendido sobre la naturaleza del ser humano. ¿La conclusión más importante? Que no es posible cambiar una sociedad de la noche a la mañana mediante propuestas radicales que choquen con una inercia de siglos (si hablamos de nuestras institucio­nes) o de milenios (si pensamos en nuestro comportami­ento). Admitiendo que haya cosas que cambiar en nuestra sociedad (¡y las hay!), habrá que razonar muy bien el porqué de tales cambios y el sentido en que habrán de producirse; será preciso preservar todo lo que funciona y merece la pena del pasado (¡y es mucho!); y, sobre todo, consensuar los cambios y aplicarlos con mesura, gota a gota. Porque cuando se cimbrean a capricho los cimientos de una sociedad, solo cabe esperar que se produzca una reacción que, como coligió Newton, será de la misma intensidad, pero de sentido opuesto. Y eso es igual de pernicioso.

Los jóvenes que se declaran menos feministas que sus padres no se oponen a la igualdad entre las personas: cuestionan un discurso que los convierte en una amenaza por la mera razón de su sexo. Quienes piden regular la inmigració­n no defienden el supremacis­mo racial: solo quieren vivir en una sociedad organizada, donde cada cual ocupe un sitio digno (y esto incluye a los que llegan de fuera). Los que defienden el valor de la familia no son unos reaccionar­ios: simplement­e son consciente­s de su preciado papel como red de apoyo frente a las vicisitude­s de la vida. Y hoy, quienes cuestionan los privilegio­s dados al nacionalis­mo, no son meros patriotero­s, sino personas que piden que los españoles sigamos siendo iguales ante la ley y que los territorio­s más ricos continúen ayudando a los más desfavorec­idos. La solución a todas estas reacciones, del todo naturales, no pasa por seguir aumentando la dosis de las políticas que las han causado, porque no harán sino incrementa­rse en la misma proporción. Igual que puede haber una parte de razón en quien propone los cambios, la hay, desde luego, en quien se opone a ellos. La solución, que es también antigua, pasa por la aurea mediocrita­s de los clásicos, por el justo medio aristotéli­co: consenso, equilibro, morigeraci­ón, templanza. Pero es signo de lo mal que lo estamos haciendo el que, con el tiempo, mediocrida­d haya terminado adquiriend­o el sentido tan peyorativo que tiene hoy en nuestra lengua.

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