La tercera ley de Newton
Cuando se cimbrean a capricho los cimientos de una sociedad, solo cabe esperar que se produzca una reacción que, como coligió Newton, será de la misma intensidad, pero de sentido opuesto
Isaac Newton, el padre de la física moderna, formuló en 1687 sus tres conocidas leyes del movimiento, que explican el comportamiento mecánico del mundo natural, desde la órbita que siguen los planetas alrededor del Sol, hasta la caída (apócrifa, por cierto) de la famosa manzana sobre su cabeza cuando descansaba en su jardín. Newton escribía en latín, de modo que la tercera de sus leyes suena con la solemnidad de lo que sigue: «Actioni contrariam semper et aequalem esse reactionem», es decir, a cada acción se opone siempre otra de la misma intensidad, pero de sentido contrario. En realidad, este principio no solo permite entender cómo se mueven los objetos físicos: sirve también para comprender cómo responde nuestro cuerpo y nuestra mente a los cambios que ocurren en nuestro entorno y a la postre, para entender mejor el paradójico devenir de nuestras sociedades. Y es que, a poco que uno lea la prensa o escuche la televisión, se habrá percatado de que ese mundo perfecto que nuestros políticos habían diseñado para nosotros dista mucho de parecerse a la realidad surgida de la aplicación de las medidas con las que nos sedujeron para que los votásemos. Nos convencieron, por ejemplo, de que había que apostar a todo trance por la digitalización y la ludificación de la enseñanza, porque de este modo tendríamos acceso ilimitado y más placentero al conocimiento, y lo cierto es que las competencias académicas de nuestros hijos no dejan de disminuir en todas las áreas. Nos pusieron también frente a un perturbador espejo que devolvió de nosotros la imagen de una sociedad xenófoba e intolerante, por lo que nos urgieron a aceptar que cualquiera pudiese entrar y quedarse en el país, y resulta que empezamos a sufrir serios problemas de integración de los recién llegados. De igual modo, nos explicaron que habíamos crecido sojuzgados por el patriarcado, de ahí que fuese necesario hacer tabla rasa de cualquier forma de vida anterior, y ahora sucede que las nuevas generaciones se declaran menos feministas que las precedentes, que cada vez nacen menos niños y que cada vez más personas viven y mueren en soledad. Y suma y sigue.
Hay una explicación bastante evidente para todo lo anterior, pero para ello, como decía el poeta polaco Stanisław Baraczak, hace falta mirar a la verdad a los ojos. Y la verdad es que todas estas importantes políticas (empezando por las económicas, siguiendo por las educativas y acabando por las sociales) son, en el mejor de los casos, el producto de ideologías pueriles, de una suerte de voluntarismo bienintencionado que se estrella una y otra vez contra la terca realidad de las cosas. En el peor, son un trampantojo que apenas logra ocultar su verdadera intención: la mera satisfacción de los más primarios y burdos apetitos personales: fama, dinero, poder. Lo que no hay detrás de ellas es, desde luego, un modelo de Estado, ni mucho menos de sociedad, pensado para el largo plazo, algo que solo es posible teniendo en cuenta nuestra historia y nuestras costumbres, pero, sobre todo, lo que filósofos, psicólogos, antropólogos o neurocientíficos han aprendido sobre la naturaleza del ser humano. ¿La conclusión más importante? Que no es posible cambiar una sociedad de la noche a la mañana mediante propuestas radicales que choquen con una inercia de siglos (si hablamos de nuestras instituciones) o de milenios (si pensamos en nuestro comportamiento). Admitiendo que haya cosas que cambiar en nuestra sociedad (¡y las hay!), habrá que razonar muy bien el porqué de tales cambios y el sentido en que habrán de producirse; será preciso preservar todo lo que funciona y merece la pena del pasado (¡y es mucho!); y, sobre todo, consensuar los cambios y aplicarlos con mesura, gota a gota. Porque cuando se cimbrean a capricho los cimientos de una sociedad, solo cabe esperar que se produzca una reacción que, como coligió Newton, será de la misma intensidad, pero de sentido opuesto. Y eso es igual de pernicioso.
Los jóvenes que se declaran menos feministas que sus padres no se oponen a la igualdad entre las personas: cuestionan un discurso que los convierte en una amenaza por la mera razón de su sexo. Quienes piden regular la inmigración no defienden el supremacismo racial: solo quieren vivir en una sociedad organizada, donde cada cual ocupe un sitio digno (y esto incluye a los que llegan de fuera). Los que defienden el valor de la familia no son unos reaccionarios: simplemente son conscientes de su preciado papel como red de apoyo frente a las vicisitudes de la vida. Y hoy, quienes cuestionan los privilegios dados al nacionalismo, no son meros patrioteros, sino personas que piden que los españoles sigamos siendo iguales ante la ley y que los territorios más ricos continúen ayudando a los más desfavorecidos. La solución a todas estas reacciones, del todo naturales, no pasa por seguir aumentando la dosis de las políticas que las han causado, porque no harán sino incrementarse en la misma proporción. Igual que puede haber una parte de razón en quien propone los cambios, la hay, desde luego, en quien se opone a ellos. La solución, que es también antigua, pasa por la aurea mediocritas de los clásicos, por el justo medio aristotélico: consenso, equilibro, morigeración, templanza. Pero es signo de lo mal que lo estamos haciendo el que, con el tiempo, mediocridad haya terminado adquiriendo el sentido tan peyorativo que tiene hoy en nuestra lengua.