ABC (Sevilla)

Antonio, que estás en los cielos

▸ Siempre fue de arte largo y cuidado corto. Le daba a la guitarra, y a la escritura, pero también gustaba de los paraísos artificial­es. Los ochenta fueron suyos

- ÁNGEL ANTONIO HERRERA

Antonio Flores vivía de cabaña en La Moraleja, como un sioux de Madrid, como un apache de su propia discordia. La cabaña estaba dentro de la finca familiar, el mítico Lerele, porque así Lola Flores le echaba un reojo a Antonio, y porque Antonio prefería, en la vida, que Lola lo tuviera siempre bajo su reojo. Sostenían, ambos, un vínculo ardiente. Da un poco de pudor reiterar aquí, hoy, a dos tardes de otro aniversari­o de su muerte, que Antonio murió víctima de la droga, pero hay que decirlo. Guillermo Furiase, marido en su día de Lolita, clamó con desesperac­ión «maldita droga, maldita droga», en aquellos días trágicos de la familia, cuando Antonio se fue a los cielos a los que también Lola se había ido, diez días antes. Hablo del 30 de mayo de 1995, momento en que Antonio cae fulminado por el cóctel letal de la nostalgia de una madre, el desbarajus­te de la droga y la anestesia del alcohol. De modo que Antonio se fue.

En las hemeroteca­s están aquellos días de cerrada negrura, con Lolita y Rosario en un grito de desesperac­ión, con Antonio ‘El Pescaílla’ de ausente en el tanatorio, y en la Almudena, pero siempre tan presente. Diez días antes había muerto Lola, y la muerte de la Faraona casi resultó el diagnóstic­o de la muerte de Antonio. En la capilla ardiente de Lola, Paco de Lucía, ante Josemi Habichuela, dejó una frase de inquietud: «Decidle a Antonio que se cuide, y que no haga tonterías». Desde esa frase, hasta la muerte trágica de Antonio, sucedió un poco más de una semana.

Antonio siempre fue de arte largo y cuidado corto. Le daba a la guitarra, y a la escritura, pero también gustaba de los paraísos artificial­es. Los ochenta fueron suyos, en algún momento, porque fue cantante de carisma, pero los ochenta duraron mucho, y sus secuelas tóxicas acabaron con él, como con tantos otros artistas de la Movida, o pos-Movida. Estamos ante un caso de creador con tentacione­s de autodestru­cción, ante un chico sensible que se arrimaba a los desórdenes de los venenos diversos. El mismo se confesó heroinóman­o,

pero heroinóman­o de bastantes años, y la gran zozobra de Lola Flores no fue el desvelo del estrellato, la amargura de la deuda con el Fisco, o el litigio entre folclórica­s, sino la dura lucha de sacar a su hijo de la asfixia de la droga.

Antonio fue famoso desde siempre, obviamente, pero vivía en una timidez de alérgico a los focos, de tímido al que la timidez acabó prestigian­do, porque no le embelesaba el escaparate. Tuvo de padrinos de bautismo a Antonio Ordóñez, y a Aline Griffith, casó con Ana Villa, productora de teatro, allá en la copa de los ochenta, y tuvo una hija próspera de talentos, Alba, a la que dedicó una canción que nunca acaba. Por ahí anda ahora Alba, de actriz distinta y musa díscola. Hizo cine Antonio, donde casi siempre aupaba tipos que se le parecían demasiado, y escribió para su hermana Rosario algunos temas memorables. Tenía talentos. Pero salió salvaje que está en los cielos. En él la melena de insumiso también era una melena interior. Sobre todo, eso. Interior. Como la rabia y el descontent­o y la melancolía.

Descendenc­ia Tuvo una hija próspera de talentos, Alba, a la que dedicó una canción que nunca acaba

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// EFE Antonio Flores, en su último concierto

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