Puerco dinero
La conversación sobre dinero no solo me aburre, también me produce fatiga, en realidad me da asco
LLEGO al final de la serie de novelas de Jessie Conejo Armstrong, de John Updike, y me invade esa sensación tan propia de desamparo que acompaña el final de las grandes lecturas. Updike cuenta, a través de cuatro novelas y una novela corta, la vida de un tipo común, de escasos méritos y bastante vulgar, pero demasiado parecido a cualquiera de nosotros. Las novelas podrían en realidad leerse como una única pieza; ahora que Updike está tan olvidado, perfectamente podría reivindicarse como el autor, con la serie de Conejo, de la Gran Novela Americana, esa cacareada pretensión que está en el córtex de la literatura norteamericana de los siglos XX y XXI. Pero llama especialmente la atención, en la serie de Updike, la importancia que en todo momento se concede al dinero. Algo muy propio de la cultura protestante, pero que a mí ha acabado hastiándome.
Todo es dinero: lo percibí de forma descarnada en un reciente viaje a Marrakesh. Destino preferente del pijerío europeo, ese que se embelesa con el orientalismo y que confunde pobreza con exotismo, la ciudad marroquí es toda ella un enorme zoco, donde los ciudadanos ven salir e irse el sol con una única meta en mente: sacar dinero a los turistas. Llega a resultar agotador caminar por sus calles rechazando propuestas de todo tipo, y uno acaba siendo consciente de la necesidad acuciante de dirhams de los lugareños para tapar las goteras de su miseria cronificada.
Fui a una barbacoa en casa de unos amigos y todo el mundo hablaba de dinero. Cuánto gana aquel, cuánto le han pagado por la casa a ese otro, cómo te sale la declaración de la renta. La conversación sobre dinero no solo me aburre, también me produce fatiga, en realidad me da asco. No puedo entender a esa gente que solo tiene en la cabeza eso, el dinero, y que vive como si su cerebro fuera una calculadora. Cuando nada evidencia de forma tan clarividente la catadura humana de las personas como la propensión al dinero: a más dinero —es casi matemático, diría—, más despreciable.
Asumo que soy un privilegiado. Puedo ir pagando mis facturas, los acreedores no me persiguen y tengo oportunidad de permitirme caprichos discretos. Pero si algo tengo que agradecerle a mi padre fue su falta de ambición, en su acepción codiciosa, que yo he recibido como la mejor herencia moral. Conformarse, no querer ir más allá, ayuda mucho a dormir tranquilo cada noche. Por el camino de la ambición, uno llega a generarse necesidades que acaban transformando el carácter, hasta el punto de que dejas de reconocerte a ti mismo. La ansiedad por ganar hace que te olvides de vivir. No hay, llegados a este término, mucha diferencia entre el pordiosero del zoco de Marrakesh y el pudiente que se desvive por amasar: ambos viven angustiados soñando exclusivamente con el dinero.