ABC (Sevilla)

Así que pasen cien años

Sevilla afronta en los próximos años dos efemérides, la inmaterial del 27 y la urbanament­e material de la Exposición Iberoameri­cana, y ha de ser fiel a su tradición y su historia

- POR JOSÉ MARÍA JURADO JOSÉ MARÍA JURADO GARCÍA-POSADA ES POETA

UNA encendida noche de diciembre de 1927 un tren de carbonilla, tras surcar por más de doce horas una meseta combatida por la nieve y la ventisca -quizá mis lentos ojos no verán más el sur-, de salvar los formidable­s desfilader­os de Despeñaper­ros donde las rocas componían el ciclópeo retablo de Polifemo y Galatea y de dejar atrás la campiña del Guadalquiv­ir, entre naranjos y olivos, arribaba a Sevilla, a la estación de Córdoba, lejana y sola, con el lírico cargamento de una capillita de poetas. Acudían desde Madrid, una ciudad de más de un millón de cadáveres, al llamado del Ateneo y de Ignacio Sánchez Mejías a celebrar el tricentena­rio de oro de Góngora.

Aquel instante, lo escribió uno de los viajeros, es ya una leyenda. Al adentrarse en los laberintos de la ciudad sus protagonis­tas no podían imaginar que, como Rómulo en Roma, peligro para caminantes, estaban oficiando la fundación de la modernidad poética y acaso de la modernidad sin más de España.

Vicente Aleixandre, apenas sevillano de relámpago y nacimiento, no pudo venir por su perpetua mala salud de hierro; Luis Cernuda y Fernando Villalón, los otros dos poetas sevillanos de la alineación oficial, aunque asistieron al homenaje, no saldrían en la fotografía canónica; Pedro Salinas, catedrátic­o en Sevilla, había retornado a la capital por vacaciones; Romero Murube, quien junto a Collantes de Terán fuera a recoger a la expedición a la estación, no figuraría siquiera en la nómina que cristaliza­ría dos años tarde en la Antología de Gerardo Diego. Sin embargo, y pese a estas carencias vernáculas, marca secular de una tierra que tan alegre regala sus favores al visitante como se los niega a sus hijos más preclaros, en Sevilla tuvo que ser…

Juan Ramón Jiménez, verdadero padre literario y espiritual del grupo, que había bendecido la excursión y a quien los poetas remitieron una carta colectiva a su llegada, había bautizado unos años antes a Sevilla como «capital lírica de España». ¿Y dónde habría de celebrarse esta ceremonia iniciática sino en la ciudad donde Al-Mutamid compusiera su diwan, Alfonso X el Sabio cantara a Santa María de los Reyes, estrella del día, donde Fernando de Herrera hiciera arder los renacentis­tas hachones del idioma y Rioja los pétalos fulgurante­s de la rosa barroca, émula de la llama? Donde Arguijo, Medrano o Rodrigo Caro cantaran los despedazad­os mármoles de Itálica, donde Gustavo Adolfo Bécquer había recorrido las viejas calles de San Lorenzo hacia el lugar donde habita el olvido, donde Antonio Machado, maestro viviente al fin, había contemplad­o en días azules el latido del sol sobre las ramas de un claro limonero.

Lo sucedido después, ya lo dijimos, es leyenda: las intervenci­ones y recitales en la Sociedad de Amigos del País en la calle Rioja, porque el Ateneo se hallaba, cofradía laica de invierno, inmerso en los preparativ­os de la cabalgata de reyes; la fiesta sin fin en la finca de Pino Montano, tan rica de ventura, donde rugió el tronco negro y gitano del faraón Manuel Torre; la clara sinrazón de la visita a la casa de locos de Miraflores; la cena en la Venta de Antequera, donde palpitaban los toros de la Maestranza, y el casi naufragio en el Guadalquiv­ir con Dámaso Alonso coronado de laureles y Federico García Lorca rezando a la Virgen del Carmen.

¿Leyenda? Aquel instante fue la cima de una edad de diamante en las letras y las artes españolas. Aquellos jóvenes bellamente terribles escribían sus poemas a la sombra viviente de Unamuno, de Valle, de Manuel y Antonio Machado, de Ortega, Gómez de la Serna, Menéndez Pidal, Eugenio d’Ors… Era todavía la España de Cajal y Benavente y casi la de Galdós, la España de Falla y de Mompou, la de Picasso y Santiago Rusiñol. Tras los desastres del 98 y la cornada africana de Anual, en una breve y agónica década la cultura española alzó su canto del cisne. Apenas nueve años después toda esa fulgurante pléyade caería acribillad­a en un barranco o partiría rumbo al destierro, sepultada entre ortigas su memoria, bajo los muros insomnes de la Real Academia.

En los últimos tiempos muchas voces han impugnado la consagraci­ón lírica del 27, olvidando que la primera Antología de Diego, la de 1931, tuvo más de manifiesto y afirmación de un grupo colegiadam­ente consultado que de exhaustivo panorama. Astros de una gran galaxia donde también fulgían María Zambrano, Rosa Chacel, Concha Méndez, Ernestina de Champourcí­n o Maruja Mallo, que se quitó el sombrero en la Puerta del Sol abrazada a Lorca y a Dalí. Como una losa cae todavía sobre su obra el vicio español de la política, exiliados la mayoría por su compromiso con la República, pero olvidándos­e no indelibera­damente el asesinato de Hinojosa, su victoria en la derrota opacó en los manuales la obra de autores como Pemán, Ruano o Foxá, que pertenecía­n a la misma constelaci­ón, lo que también injustamen­te se les reprocha, como se les reprocha su enemistad con Juan Ramón Jiménez que, ay miserias de los poetas y la poesía, era una forma de admiración recíproca.

Sevilla afronta en los próximos años dos efemérides, la inmaterial del 27 y la urbanament­e material de la Exposición Iberoameri­cana, y ha de ser fiel a su tradición y su historia. En estos tiempos oscuros, cuando el fango del poder usurpa la palabra, volvamos la vista atrás y así que pasen, dentro de tres, cien años, retorne a la ciudad el acelerado sueño de esta estirpe, el tren de la palabra que es belleza y, sobre todo, verdad.

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J. M. SERRANO

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