ABC (Sevilla)

Camisas blancas

Parecen volver de una batalla, derrotados en su victoria, que es la de la ciudad acogedora que a nadie deja insatisfec­ho

- JUAN JOSÉ BORRERO

CUANDO se estrena la madrugada, cualquier día de diario de este julio, la ciudad dista mucho de ser esa capital de la alegría y la fiesta noctámbula que dice ser, al menos en buena parte de esa almendra urbanístic­a donde radica su esplendor patrimonia­l. Cierran los negocios del centro, echan las rejas los bares y Sevilla es una botella llena solo del pesado aire caliente de su noche. El traslado de la basura acumulada en cantidades industrial­es, generada en todas las sucursales de la principal industria de la ciudad marca el último pico de actividad antes de que la noche sólo invite al sueño. El resto serán camiones de recogida, el sonido del poco agua que riega los adoquines y las sirenas lejanas de la oscuridad. Al caminar escuchas tus pasos entre el susurro de los aparatos de aire acondicion­ado, cuyos ríos de calores particular­es van a dar a la mar pegajosa sin brisa del espacio público sin público. Un desierto en toda su extensión y condición. En la puerta de los bares cerrados, los camareros apuran el primer cigarro del descanso, la última charla de la jornada y la penúltima queja al destino. Los cocineros han salido de sus catacumbas. Los camisas blancas son a esta hora la legión del cansancio. Parecen volver de una batalla, derrotados en su victoria, que es la de la ciudad acogedora que a nadie deja insatisfec­ho. Se saludan como la cuadrilla del matador tras la corrida para partir en bicicleta, patinete o moto a casa por el camino más corto, como penitentes de la cofradía del silencio de la profesión que va por dentro.

Sostiene Emilio Vara, ejemplar representa­nte de la cofradía gremial, que los camareros buenos son los que sirven a tus pensamient­os. Y eso es solo parte del talento de los que sirven en Sevilla, de los que reinan, a los que la ciudad debe buena parte de su leyenda.

Duda siempre de alguien que atosigue a un camarero, desconfía del exigente sin motivo, recela del que les habla con displicenc­ia, rechaza al que maltrata a quien le sirve. He perdido amistades porque en ese momento fundamenta­l del trato al camarero nunca dieron la talla como clientes.

Por eso, anoche, cuando les veía en las puertas de sus templos, esperando a un Velázquez que les inmortalic­e como héroes cotidianos con sus camisas sudadas, pensé en cuánto debe Sevilla a sus fieles servidores. Urge un homenaje antes de que sea tarde. Antes de que el camarero autóctono sea sólo un recuerdo de un tiempo en el que nadie iba a los bares a comer, a consumir, sino a vivir y sentirse vivo, a saciar el espíritu. Antes de que el precocinad­o imponga su ley y los convenios sólo puedan alimentar la precarieda­d habría que hacer algo. Por que en el silencio de la noche los carteles que quedan tras la reja de esos bares cerrados son un grito inquietant­e: «Se precisa personal».

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