Un castizo madrileño de la Macarena
José María Palmero Carrero (1949-2024) Compañero abogado que defendió los intereses de sus clientes y propició la realización de la Justicia en un gran número de asuntos
Esmuy importante la amistad pero también el valor compañerismo, que vincula a quienes ejercen una misma actividad y crea estrechos lazos que se consolidan con el paso de los años. La camaradería siempre ha tenido especial significación entre quienes somos abogados, lejos del corporativismo mal entendido que acompaña nuestra imagen profesional. Los compañeros son nuestros más fieles semejantes.
Me llega la fatal noticia del fallecimiento de José María Palmero Carrero, mi querido colega de Madrid que ha dedicado cuarenta y ocho años de su vida al ejercicio de la abogacía, durante los cuales y por diversos avatares se ha revestido de toga en innumerables ocasiones y yo diría que en casi todas las capitales de España, defendiendo los intereses de sus clientes y propiciando así la realización de la Justicia en un gran número de asuntos.
Este castizo capitalino de San Antón y la Gran Vía, nacido para la toga, elegante por naturaleza, ejemplo de sensatez en sus valoraciones jurídicas y en sus acertadas apreciaciones sobre la vida, se ganó mi reconocimiento y amistad durante los últimos cuarenta años, pues hemos compartido estrados en múltiples juicios y siempre disfruté de su cortesía en el trato y talante afectuoso, claros reflejos de su hombría de bien.
Le gustaba especialmente Sevilla donde en sus fugaces visitas siempre se sentía feliz, por el «espíritu de la ciudad» y porque aquí reside la más bella imagen de la que es Abogada nuestra, su gran devoción de vida que también lo ha sido en la hora de su muerte. Es seguro que en ese postrero trance Santa María Madre de Dios ha intercedido por él, como tantas veces le había pedido con la dulce cadencia del ave maría.
Hacía meses que no tenía noticias suyas, cuando hace dos semanas me llegó un inquietante washap: «Te pido oración por mí a nuestra Madre Macarena. Tengo cáncer pulmonar y estoy ingresado en el hospital Jiménez Díaz. Que Dios y nuestra Macarena os proteja. Un abrazo». Intenté hablar con él pero ya no le quedaba voz.
Supe que el mensaje era la despedida del buen amigo y magnifico compañero. Sólo acerté a contestarle: «Cuenta con mis oraciones y muchísimo animo. La fe en la Esperanza todo lo puede». Me pidió perdón por no poder hablar y le repliqué con un último mensaje escrito. Fue nuestra postrera conversación, cuando quiso despedirse de su colega de Sevilla. Claro que he rezado, sabiendo que el final era inminente y le esperaba el regazo de la Macarena.
Mi amigo había nacido hace setenta y cinco años en el genuino distrito centro madrileño, pero desde joven se enamoró de una Virgen que le estremecía el alma y a la que siempre invocaba con envidiable e insuperable devoción. Este fervoroso macareno nacido en la capital del Reino se había quedado para siempre y hasta los últimos momentos con la Virgen de San Gil en sus labios y oraciones. Cuando veía sus ojos emocionados al hablar de la Esperanza, casi sentía envidia de su fe inquebrantable. Siempre he dudado si era un madrileño enamorado de la Señora de Sevilla o en realidad un macareno nacido en Madrid.
Lo cierto es que mi amigo el castizo madrileño de la Macarena ya descansa en la paz de Dios, junto a Ella. Mi compañero, que se emocionaba al estar en Sevilla, es seguro que goza ya de ese Cielo prometido que en algo debe parecerse a la Ciudad que él idealizaba y amaba. Mi último mensaje escrito de despedida quedó reflejado en el móvil y sirve también ahora, en este difícil momento: «Rezo por ti, amigo José María. Siempre Esperanza Nuestra».