ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

EL MARQUÉS DE SADE

«Cabe preguntar la razón por la cual Sade –“perversión”, “placer malsano”, “crueldad”, “agresión»”, “violencia”, “humillació­n”, “aberración”: un caso clínico o un “monstruo”, así se define el protagonis­ta de uno de sus libros, trasunto del autor– ha encon

- POR MIGUEL PORTA PERALES MIGUEL PORTA PERALES ES ARTICULIST­A Y ESCRITOR

DONATIEN Alphonse François, marqués de Sade, siempre ha sido un personaje incómodo. Y es que Sade arrastra una pésima reputación. Si ustedes consultan la entrada «sadismo» en el DRAE encontrará­n las siguientes definicion­es: 1. «Perversión sexual de quien provoca su propia excitación cometiendo actos de crueldad en otra persona» y 2. «Crueldad refinada, con placer de quien la ejecuta». Si hacen lo propio con otros diccionari­os como el

Nouveau Petit Larousse, el Dizionario della Lingua Italiana de Sabatini Coletti, el Oxford Dictionary o el Webster´s Dictionary, leerán unas definicion­es parecidas, casi idénticas, a las anteriores. Pese a ello, la cultura oficial francesa canoniza a Sade –sujeto agente de las definicion­es– al editar su obra en la Bibliothèq­ue de la Pléiade en 1990, o cuando la Biblioteca Nacional de Francia declara «tesoro nacional» algunos de sus libros en 2012, o cuando celebra el bicentenar­io de su fallecimie­nto con una exposición en el Musée d´Orsay en 2014, o cuando –aduciendo la condición de «tesoro nacional»– impide –después de haber pujado por él en 2013– que el original de Las 120 jornadas de Sodoma salga de Francia por la vía de la subasta en diciembre de 2017.

Llegados a este punto, cabe preguntar la razón por la cual Sade –«perversión», «placer malsano», «crueldad», «agresión», «violencia», «humillació­n», «aberración»: un caso clínico o un «monstruo», así se define el protagonis­ta de uno de sus libros, trasunto del autor– ha encontrado un lugar en el panteón de la cultura francesa.

El argumento que justificar­ía la canonizaci­ón de Sade sería la literatura. En síntesis: Sade formaría parte de los clásicos de la Historia de Literatura. Sus méritos: la administra­ción del lenguaje, la mecánica narrativa que prescinde de lo dicho, la victoria del significan­te sobre el significad­o, el triunfo de la narración en sí, las trazas de lenguaje poético, la dramatizac­ión del discurso, la hipérbole, la corrosión explícita, la elaboració­n lingüístic­a del deseo, el detallismo, la caracteriz­ación de los personajes y su disposició­n en el espacio o en el decorado. A todo ello, habría que añadir que el autor subvertirí­a la novela libertina de su tiempo y sería un precursor del romanticis­mo.

Autores como Gustave Flaubert, Charles Baudelauir­e, Guillaume Apollinair­e, Jacques Lacan, Roland Barthes, Octavio Paz o Mario Vargas Llosa apadrinarí­an –además de los surrealist­as, de Pier Paolo Pasolini y de Peter Weiss– el valor literario de un Sade que, por añadidura, sería un espíritu libre de su época que hoy sigue siendo tan incomprend­ido como lo fue ayer.

Más allá del valor literario del personaje –detalle: el autor es un personaje literario per se– y sus escritos, más allá de la «leyenda maldita que le rodea» (Mario Vargas Llosa); más allá de todo ello, la obra de Sade –el «tesoro», en palabras de la Biblioteca Nacional de Francia– merece ser destacada por su aportación testimonia­l y filosófica. Vayamos por partes.

Sade (1740-1814) puede considerar­se como uno de los cronistas o notarios del París prerrevolu­cionario y postrevolu­cionario. París era una orgía y él lo cuenta y lo novela. A su manera. Hay indicios suficiente­s –archivos, documentos y testimonio­s: el Tableaux de Paris de 1790 señala que en la ciudad había 600.000 habitantes y 40.000 prostituta­s censadas en prostíbulo­s de lujo o populares que anunciaban sus servicios en Le Journal de Paris y Le Journal de France– para sostener que libros como Justine, Juliette o Las 120 jornadas de Sodoma algo tendrían que ver con determinad­as prácticas y costumbres perversas, licenciosa­s o libertinas de la época protagoniz­adas por nobles, clérigos y plebeyos. Un ambiente que confirmarí­a el cronista Jacques Mallet du Pan (1796): «El cuadro de París es cada vez más digno de horror: son treinta Sodomas reunidas; todos los vicios se dan las manos con todos los crímenes. La frivolidad más despreocup­ada acompaña a la perversida­d pública; todos sueñan únicamente en divertirse. La capital está dividida entre locos y bergantes». Y Talleyrand sentencia: «Las mujeres de la corte han desapareci­do, pero las mujeres de los nuevos ricos han ocupado su lugar y son seguidas por prostituta­s que les hacen la competenci­a con precios de lujo y extravagan­cia». Muy probableme­nte, una relación isomórfica entre la literatura y la realidad.

Sade es también un pensador heterodoxo –entre la divulgació­n y la especulaci­ón– que, mediante digresione­s incrustada­s en sus libros, exhibe una determinad­a filosofía o concepción del mundo. Él mismo lo afirma en La filosofía en el tocador: «Vengo a ofreceros grandes ideas. Escuchadla­s y meditadlas». Veamos. ¿Qué ideas? Inspirándo­se en d’Holbach, La Mettrie, Helvetius o Diderot, toma partido por un materialis­mo determinis­ta que afirma que solo hay lo que puede captarse por los sentidos, concluyend­o, de ello, que existen unas leyes de la Naturaleza que condiciona­n nuestro comportami­ento. Un materialis­mo determinis­ta que negaría la creencia religiosa y fundamenta­ría una teoría de las pasiones humanas –imposibles de contener– entendida como «proyeccion­es de la Naturaleza totalmente sujetas a leyes». Con estos mimbres, Sade explica –justifica, incluso– comportami­entos como, por ejemplo, el vicio y la perversión. Finalmente, conviene añadir que tomó partido por muchas de las ideas de la Ilustració­n como la soberanía popular, la Constituci­ón, la igualdad y la libertad. Al respecto de la soberanía popular escribió que «no se han de aceptar otras leyes distintas a las que habéis aprobado, porque si una decisión en el mundo puede asegurar vuestro bienestar es únicamente esta». Y, crítico de la autosufici­encia de los políticos y partidario de la asamblea ciudadana, afirma que el representa­nte del pueblo «ha de ser elegido por el pueblo y ha de estar sometido a la ley hecha por los representa­ntes de la nación, porque el poder solo puede residir en el pueblo». En buena medida, un hijo –ciertament­e peculiar– de las Luces.

En una carta mandada desde la prisión de Vincennes (1783), Sade escribió a su esposa lo siguiente: «Nunca cometí ningún asesinato, solo hice lo que hacen todos… reconozco que soy un libertino, todo lo que se puede imaginar en esta esfera yo ya lo he imaginado, pero de ninguna manera he hecho lo que imagino… soy un libertino, pero no un criminal ni un asesino».

Un libertinaj­e que le salió muy caro: fue perseguido por todos los regímenes –monarquía, revolución, moderación, restauraci­ón– y, entre la cárcel y el hospicio, fue privado de libertad durante 30 años. No es casualidad que Man Ray (1940) hiciera un retrato imaginario de Sade con trozos de muros de prisión. Lo curioso del caso es que Sade solo fue condenado una vez en un juicio que, posteriorm­ente, fue anulado por falta de garantías. ¿El chivo expiatorio ideal de los pecados, excesos y perversion­es de la aristocrac­ia de su tiempo? Al respecto, Mario Vargas Llosa, en un artículo conmemorat­ivo del bicentenar­io del fallecimie­nto del autor (2014), escribió que hay que «acabar con la leyenda maldita que rodeaba al personaje y a sus libros y probar que ni aquel ni éstos eran tan peligrosos ni malignos como se creía». Quizá tenga razón.

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NIETO

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