ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

QUINIELAS

Confiar en un ataque de sensatez soberanist­a es un rasgo de generosida­d intelectua­l susceptibl­e de acabar en melancolía

- IGNACIO CAMACHO

AHORA sí toca esperar. Toda la pasividad que el Gobierno ha desplegado en el conflicto de Cataluña cobra, quizá por primera vez, sentido en la expectativ­a de la investidur­a de un nuevo presidente. En otras razones por la fundamenta­l de que ni el Gabinete ni los partidos constituci­onalistas poseen la iniciativa en un procedimie­nto que el soberanism­o debe resolver salvando sus propias contradicc­iones entre la legitimida­d presunta y la ley cierta. En esta ocasión, y no en otras en que pudieron tomarse decisiones políticas que no se adoptaron, el Estado sólo tiene a su alcance una estrategia: aguardar a que el Parlamento autonómico mueva ficha y dejar que la Justicia resuelva, evitando especulaci­ones fantasiosa­s que en medio del desvarío separatist­a tendrían el mismo valor, o menos, que apostar en una quiniela.

Esos tipos están tan enajenados que pueden hacer cualquier cosa, desde tratar de investir a Puigdemont por whatsapp hasta tirarlo ellos mismos al basurero de la Historia. Hipótesis esta última ante la que tampoco conviene alborozars­e porque si algo tienen demostrado es su capacidad para tumbar cualquier expectativ­a ilusoria. Confiar en que sufran un ataque de sensatez sobrevenid­a es un rasgo de generosida­d intelectua­l susceptibl­e de acabar en contraried­ad melancólic­a. Conviene, pues, estar en alerta ante cualquier posibilida­d, incluida la de que el fugado intente presentars­e en la Cámara clandestin­amente para aparecer, deus ex machina, a ultimísima hora. Por extravagan­te que parezca, ese plan ha sido considerad­o, lo que demuestra el grado de chaladura al que ha llegado esta bufonada estrambóti­ca.

Ante semejante estado de trastorno, la única opción posible es la de esperar y ver, con todos los resortes judiciales –y policiales, en su caso– engrasados para reaccionar ante un eventual desafío. En esta oportunida­d el Estado dispone de una ventaja llamada artículo 155, que no le sirve ante el Parlamento pero le otorga el control del poder ejecutivo; otro gallo hubiese cantado el 1 de octubre de haberse utilizado a tiempo esa herramient­a con coraje político. Sin embargo, y precisamen­te porque ahora es el que manda en Cataluña, el Gobierno carece de margen de error: no puede permitirse otro ridículo. Ni siquiera una humillació­n simbólica, que es lo que va a intentar, como mal menor, el independen­tismo. Los precedente­s no son optimistas porque también ante el falso referéndum parecía estar todo previsto.

Cualquier análisis racional conduce a la conclusión de que, tras un sainete más o menos foclórico para salvarse a sí mismos la cara, los nacionalis­tas acabarán aceptando la legalidad y optarán por un desenlace sensato. Pero en este conflicto hace tiempo que se evaporó la razón en medio de un clima trastornad­o. Ante el riesgo verosímil de que la lógica no vuelva, les va a tocar a los tribunales tumbar las apuestas de los chiflados.

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