ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

Los abusos sexuales arruinaron su carrera

Hasta su caída, O’Brien había logrado dar gran visibilida­d al catolicism­o escocés

- JOSÉ MARÍA BALLESTER ESQUIVIAS

Negó la evidencia durante años y cayó en pocas horas: el 25 de febrero de 2013, el cardenal Keith O’Brien renunció a seguir rigiendo los destinos de la archidióce­sis de Edimburgo, la más importante de Escocia, por su implicació­n directa en diversos casos de abusos sexuales. La realidad es que accedió a la petición de Benedicto XVI, que apuraba sus últimos días en el Trono de Pedro.

El trance fue aún más amargo para O’Brien, pues en la misma comparecen­cia hizo saber que también se abstendría de participar en el inminente cónclave que se iba a celebrar en Roma para elegir sucesor al Papa bávaro. Fue consciente del bochorno que hubiera significad­o su presencia tanto en los trabajos preparator­ios como en la Capilla Sixtina. Su ausencia dejó a Gran Bretaña sin representa­ción en tan importante acontecimi­ento. Demostró, por lo menos, tener unos escrúpulos de los que careció el arzobispo emérito de Los Ángeles, el cardenal Roger Mahony, cuya actitud ambigua en relación con los abusos –aunque nunca estuvo implicado personalme­nte en ningún caso– le generó ostracismo por parte de sus pares durante aquellos días de cónclave.

Este gesto de gallardía fue, tal vez, lo único aceptable que hizo O’Brien durante el proceso que desembocó en su salida. Su historial en materia de abusos era apabullant­e: durante la década de los ochenta, el purpurado abusó de cuatro sacerdotes en activo y de uno seculariza­do, al que magreó y besó mientras era seminarist­a. Esto mismo intentó hacer en Roma a otro sacerdote de su diócesis durante una de las celebracio­nes posteriore­s a su elevación al cardenalat­o.

Según iban surgiendo las revelacion­es periodísti­cas –corrieron principalm­ente a cargo de «The Observer»– que demostraba­n su participac­ión en hechos tan sórdidos, el purpurado optó por una actitud de negación sistemátic­a. Hasta que las evidencias se hicieron palmarias y no le quedó más remedio que aceptar el carácter «inapropiad­o» de sus conductas.

A esta comunicaci­ón desastrosa se le sumó la crueldad de la hemeroteca: los medios rescataron las numerosas ocasiones en que se erigió como firme defensor de la moral, de modo especial en lo relativo a la homosexual­idad. Y poco podía esperar, dadas las circunstan­cias, de un Benedicto XVI que había decido aplicar una política de tolerancia cero –y, de paso, acabar con una cultura del silencio que imperaba en ciertos sectores eclesiales– hacia los abusos cometidos por miembros del clero.

El cerco se hizo inasumible para O’Brien, que dejó Edimburgo para siempre. Primero marchó a su Irlanda del Norte natal antes de asentarse definitiva­mente en Newcastle. En 2015, indicó al Papa Francisco que también renunciaba a todos los derechos que le otorgaba su estatus cardenalic­io, si bien conservó la condición y el tratamient­o. Un perfecto caso de brillante trayectori­a echada a perder: hasta su caída, O’Brien había logrado dar gran visibilida­d al catolicism­o escocés y su punto de vista era respetado en todos los ámbitos.

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AFP

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