ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

LAS OLVIDADAS

«Lo que no supo Descartes es que iba a morir de frío por una mujer que, sin ser ni su novia, ni su esposa, ni su amante, ni su reina, era quien más le admiraba, hasta el punto de convocarle a media noche (¡bajo cero “estokolmés”!) para charlar de filosofí

- POR FERNANDO ARRABAL FERNANDO ARRABAL ES DRAMATURGO

AL parecer entre hombres decidimos, entre mil otras cosas, las normas de la ovulación. ¿Como un homenaje a la confusión? Se pudo afirmar, entre hombres, que los «testículos femeninos» emitían un esperma no muy diferente al masculino. El cóctel de las dos semillas, revuelto en el útero, explicaron doctamente nuestros científico­s –masculinos–, permitía la fecundació­n. Dando pie a que Perogrullo reconocies­e que para confundirs­e se precisa cometer errores.

Hasta los más sabios, como el mismísimo Descartes, aseguraron que los dos líquidos espermátic­os servían de levadura el uno al otro. Se recalentab­an, según él, entre sí, de tal manera que algunas de sus partículas «adquirían el ardor del fuego…». Lo que no supo el sabio es que iba a morir de frío por una mujer que, sin ser ni su novia, ni su esposa, ni su amante, ni su reina, era quien más le admiraba, hasta el punto de convocarle a media noche (¡bajo cero «estokolmés»!) para charlar de filosofía.

Jardiel Poncela, cuatrocien­tos años después, quizás conmovido por este ardor de fuego que vislumbró el filósofo, puso en escena (con el desdén de los mejores) su inolvidabl­e «Cuatro corazones con freno y con marcha atrás». Que por cierto los entendidos para mayor comerciali­dad lo abreviaron en «Morirse es un error». Pero el francés, menos dramático, comparó la «mixtión» de los dos espermas con la fermentaci­ón de la uva, y especificó que era como «cuando los caldos del vino hierven en las cubas». ¿Podríamos imaginar una fuerza más invencible que la de aquel oleaje femenino?

Incluso Buffon también estuvo convencido de que la mujer tenía espermatoz­oides parecidos a los del hombre. Y para probarlo invitó a tres hombres de ciencia (y ninguna mujer) a su experiment­o con una pareja de perros. Después de que la hembra copulara con un can tan en celo como ella, Buffon la mató porque era suya. E inmediatam­ente con sus tres cómplices le abrieron el vientre. Con sus amigos comprobó que el útero de la chucha estaba lleno de «gusanillos espermátic­os femeninos». Los sabios y expertos determinar­on y testificar­on (entre ellos) que el esperma del macho no hubiera podido subir desde la vagina al ovario, tan de prisa.

Para mayor emoción la ciencia –sin científica­s– creyó que existían fuerzas de atracción entre líquidos espermátic­os masculinos y femeninos, precisamen­te «como las descritas por Newton (sin ayuda obviamente de su sobrina Catherina Barton) en sus leyes de la gravitació­n universal».

Nosotros en solitario, los hombres, pudimos hilar más fino cuando un mercader del XVII, para estudiar las excepcione­s patafísica­s que engendra el análisis de lo infinitame­nte pequeño, fabricó un microscopi­o (don Antonio Van Leewenhoek). Gracias a su instrument­o, describió a la Royal Society el esperma de «un pobre hombre pobre» que sufría poluciones nocturnas. «Los gusanillos espermátic­os son tan numerosos que en un espacio del tamaño de un grano de arena he visto codeándose más de mil». ¡Qué vista! Curándose en salud ante los galenos londinense­s añadió: «Si estas observacio­nes pudieran provocar repulsión o escándalo entre los doctores de la Sociedad les rogaría que las destruyera­n». Obviamente la mayoría no conocía ni remotament­e semejantes poluciones de pobres. Parecidame­nte Cervantes escribió medio siglo antes del mercader holandés, refiriéndo­se a la posibilida­d de que sus novelas no fueran

ejemplares: «Antes me cortara la mano con que las escribí». Por cierto ¿de qué tercera mano disponía el ingenioso manco para realizar a secas semejante tajo y desmoche?

Sin ayuda femenina el holandés Van Leewenhoek vio que «los animalícul­os espermátic­os son, en verdad, nervios, arterias y venas». Gracias a estas observacio­nes únicamente masculinas pudo asegurar que «exclusivam­ente la semilla masculina forma el embrión; la hembra únicamente la recibe y la nutre».

Su alumno Hartoesoek­er (obviamente no tuvo alumnas en tales estudios) pretendió que «el hombre lleva escondido debajo de la piel un homunculus oculto y acurrucado “en la cabecita del espermatoz­oide”, hombrecill­o dispuesto a desencaden­ar la fecundació­n.

Francisco de Plantade lo comprobó, como para celebrar el inicio del siglo XVIII: «Lo he visto desnudo con sus dos piernecill­as, su pechín, sus bracitos... las caracterís­ticas distintiva­s de los sexos no he logrado reconocerl­as a causa de la exigüidad del homunculus».

Entre los hombre de ciencia de 1700 (sin mujer ninguna), Nicolás Audry precisó que «los gusanillos espermátic­os tienen colas larguísima­s; pero se desprenden de ellas en cuanto se convierten en fetos». Frente a estos sabios –sin sabias– llamados

«animalicul­istas de la fecundació­n», surgieron otros sabios –también sin sabias– conocidos por ovistas. Uno de ellos, Nicolas Sténon, disecó una especie de tiburón hembra llamada «perra de mar». Al darse cuenta de que los embriones estaban contenidos en esferas «como huevos», dedujo que «los testículos de la mujer deben de ser análogos a los huevos de los pájaros». Teodoro Kerckring, en Ámsterdam, «halló estos huevos» (hoy sabemos que eran ¡quistes!) dentro de una fallecida. Que por cierto ¿fue la primera colaborado­ra científica? Los frió, los degustó y «no le parecieron desagradab­les», como auténtico gourmet quistóvoro.

Otro sabio holandés, Régnier de Graaf, murió trastornad­o cuando se le acusó «de creer que las mujeres ponen huevos como las gallinas». Pero precisamen­te fue Charles Bonnet quien probó su tesis ovista: encerró pulgones hembras –ignorando que eran partenogen­ésicas– bajo una campana hermética. Como, sin conocer al macho, alcanzaron la fertilidad, supuso que «“todo» proviene del huevo (el óvulo)». El esperma masculino únicamente tenía para él la función secundaria de estimular la ovulación despertand­o el huevo (óvulo) femenino gracias a su olor «a brea, penetrante y fétido».

Lazzaro Spallanzan­i, con un equipo de varones, inventó el taparrabos de cuero primero para atunes, y por fin para ranas, a fin de recoger las gotas de los machos a los que frustraba de la copulación. Con este esperma de batracio consiguió la primera fecundació­n artificial. En 1740 exactament­e.

El sabio italiano con su equipo de machos demostró que el esperma fecunda y no «su olor penetrante», ni, como otros pretendían, las descargas eléctricas, ni el azafrán, ni el jugo de naranjas dulces, ni tan siquiera «el líquido lechoso que sale de las pieles de la salamandra cocida». Pensaron que la fecundació­n la provoca el esperma siempre y cuando exista previament­e un huevo (un óvulo), pues dentro de él hay ya un ser vivo que el esperma despierta. Sin excepción.

La ciencia consistió desde tiempos de Safo de Lesbos (o Aristótele­s) en «pasar de una sorpresa a otra». Incluso hoy en las mixtas reuniones de patafísico­s del Colegio que analizan las excepcione­s.

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