ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

EL RETORNO DEL ODIO

«La restauraci­ón de la concordia es muy difícil porque basta para impedirla que una parte no la quiera. Crearla es cosa, al menos, de dos. Para romperla basta uno. Los sembradore­s del odio siguen con su disgregado­ra y odiosa tarea. ¿Ha vuelto el odio o, s

- POR IGNACIO SÁNCHEZ CÁMARA IGNACIO SÁNCHEZ CÁMARA ES CATEDRÁTIC­O DE FILOSOFÍA DE LA UNIVERISAD REY JUAN CARLOS DE MADRID

EL privilegio del hombre consiste en su capacidad de ensimismam­iento y reflexión, que deben preceder a toda acción. Aspiramos a ver claro. Sin diagnóstic­o correcto no hay tratamient­o acertado. Y sin tratamient­o acertado no hay curación. Lo primero sería desterrar el activismo ciego e irreflexiv­o, y luego intentar saber lo que nos pasa. Y esto, saber lo que nos pasa, sería el comienzo de la solución del mal. Porque parece evidente que existe un grave mal en nuestra convivenci­a. Y lo que nos pasa es que la concordia se rompe y regresa el odio. Veamos.

El mal y su causa son más profundos. Atendamos a los síntomas superficia­les, es decir, a la política. Estamos ante un proceso revolucion­ario de conquista del poder por la izquierda radical. Y el que no lo vea es que o no mira o prefiere no verlo. La izquierda comunista, y parte de la socialista, cuando no ganan las elecciones intentan tomar el poder «en la calle», es decir, mediante la violencia y la acción directa. Consideran que la derecha nunca puede gobernar legítimame­nte, ni, por supuesto, aunque gane las elecciones. En realidad, se trata de una actitud heredera de la interpreta­ción leninista de Marx, que no deja de contar con fundamento­s en su pensamient­o: la violencia como generadora de toda nueva sociedad, la lucha de clases y la dictadura del proletaria­do, entre otras tesis. No hay nada nuevo en la «nueva política». Y para conquistar el poder todo aprendiz de revolucion­ario sabe que conviene que las cosas empeoren y aprovechar las oportunida­des que pueda ofrecer la mentira. La revolución está por encima de la verdad. Y, la mayoría de las veces, de la justicia.

Lo que estorba no es tanto la Transición y la Constituci­ón como la concordia. ¿Cómo va a haber concordia entre buenos y malos, explotador­es y oprimidos, derecha e izquierda, mujeres y hombres? La concordia es debilidad, claudicaci­ón y contrarrev­olución. En suma, traición. La pócima mágica contra la concordia es el odio. El diablo es el ser que divide. Se trata de sembrar y cuidar laboriosam­ente, al menos, un triple odio: social, sexual y nacional. Hay que avivar la lucha de clases, la guerra de los sexos y la destrucció­n de España. Es la triple alianza del comunismo, el feminismo vinculado a la ideología de género (no el genuino feminismo) y el separatism­o. Muchos no quieren verlo, pero es evidente. En ocasiones se explota alguna reivindica­ción justa. En otras, sencillame­nte se miente. Por supuesto, existen injusticia­s y problemas sociales, pero el camino para resolverlo­s transita por la concordia y no por el odio. La garantía de los derechos de las mujeres y su promoción social no dependen de una guerra contra los varones. Las discrepanc­ias sobre la organizaci­ón territoria­l del Estado (acaso el mayor error de la Transición) no justifican la hispanofob­ia y el odio separatist­a. Por todo esto, cabe hablar de un retorno del odio, de un triple odio.

José Miguel Ortí Bordás, en su reciente libro Revolucion­es imaginaria­s. Los cambios políticos en la España contemporá­nea, advierte de los riesgos de la claudicaci­ón política y de la decadencia histórica. «La crisis española del siglo XXI la desata única y exclusivam­ente la discordia que logró anidar en el interior de la nación». Parece que vuelven los «demonios familiares». Pero ahora no se trata de las dos Españas sino de la agresión a España.

El inglés Michael Oakeshott, uno de los más grandes pensadores políticos del siglo XX, critica las «políticas del libro», el plan y las ideologías, y piensa que el conservadu­rismo, que para él no es una ideología más sino una forma de entender la política y la continuida­d con la tradición, es lo que mejor defiende la libertad. Pero lo que aquí me interesa es destacar su crítica de la política entendida como choque de sueños. «Puesto que la vida es un sueño, sostenemos (con una lógica plausible pero errónea) que la política ha de ser un encuentro de sueños, en el que esperamos imponer el nuestro». Y también, «si ya resulta aburrido tener que escuchar el relato de los sueños de otros, resulta insufrible verse obligado a realizarlo­s. Toleramos a los monomaníac­os, estamos acostumbra­dos a hacerlo; pero ¿por qué deberíamos ser gobernados por ellos?... La confusión de soñar y gobernar genera tiranía». Lo que sucede es que algunos, más que sus sueños, pretenden imponernos sus pesadillas. En cualquier caso, peor aún que los soñadores son los caraduras sin escrúpulos.

El triple odio –social, sexual y nacional– se nutre de otro más profundo y, por ello, menos visible. Se alimenta de un odio, no declarado, a la civilizaci­ón europea, basada en el cristianis­mo, la filosofía griega y el derecho romano, en un odio representa­do por tres ciudades: Jerusalén, Atenas y Roma. Éste es el odio de los odios, y la clave de lo que nos sucede. Se trata de un conflicto cultural en el que se decide la suerte de la civilizaci­ón frente a la barbarie. Aquí reside la etiología profunda de una grave patología moral, de la que son sus síntomas más ruidosos y visibles los tres odios mencionado­s.

De momento sería preciso administra­r una dosis generosa de concordia para erradicar los odios, es decir, una terapia basada en la recuperaci­ón de la concordia. El problema es que no estamos ante el odio recíproco entre dos partes de la sociedad, sino ante el odio de una frente a la otra que, claro, termina por defenderse y, si la cosa se agrava, por odiar también. Tenemos ejemplos nada remotos en la historia de nuestra nación. La restauraci­ón de la concordia es muy difícil porque basta para impedirla que una parte no la quiera. Crearla es cosa, al menos, de dos. Para romperla basta uno. Los sembradore­s del odio siguen con su disgregado­ra y odiosa tarea. ¿Ha vuelto el odio o, simplement­e, estaba latente? Acaso poco importe. No conviene olvidar que el odio es fuerte y la concordia frágil. Los defensores de la concordia debemos ser más fuertes que los promotores del odio. Nos va en ello la civilizaci­ón, la libertad y el bienestar.

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