ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)
EL NÚCLEO Y LA APARIENCIA
La cultura posmoderna aproxima la Semana Santa a la hueca mixtificación propia de un espectáculo de masas
EXISTE desde hace tiempo un debate sobre la trivialización de la Semana Santa, más intenso en las ciudades donde el mundo cofrade ha adquirido mayor relevancia. No se trata sólo del menoscabo de su sentido religioso que denunciaba el maestro Burgos en estas páginas, ni de la conversión de la fiesta en un puente turístico de campo y playa. Es un fenómeno que habita dentro de la propia celebración como corolario de sus dimensiones cada vez más multitudinarias, y que consiste en un ciclo, acaso inevitable, de manierismo hueco, de achabacanamiento formal, de banalización espiritual, de pérdida del canon; un cierto declive que vulgariza sus sofisticados ritos y los convierte en un conjunto de significantes vacíos propios de cualquier espectáculo de masas.
En realidad, esta mixtificación no es más que otra vertiente de la cultura posmoderna. La que ha convertido a las sociedades en meros públicos consumidores de experiencias. La que nos lleva a mirar cualquier escena –un paisaje, una representación dramática, una competición deportiva, un viaje—a través de la pantalla del móvil para dejar inmediata constancia en las redes sociales de nuestra presencia en ella. La que transforma al participante en espectador y cambia la esencia por la apariencia. En el caso de la Semana Santa, este proceso lo favorece su condición natural de fiesta abierta, accesible desde muchos planos que van desde la penitencia, la piedad o la devoción a la simple contemplación estética. La cuestión es que esa apertura está desembocando en una desnaturalización, en una pérdida de proporciones, respeto y equilibrio que amenaza con reducir su profundo simbolismo litúrgico a una masificada amalgama de expresiones huecas.
La Semana Santa no es sólo un hecho religioso, pero no se entiende sin la fe de ninguna manera. La religión es su origen, su hilo conductor, el núcleo de su esquema, desde el que se articula como un acontecimiento social, artístico o antropológico de magnitudes complejas. Todo funciona a partir de la simbología de la Pasión, y sólo a partir de ahí es posible abordarla en el plano individual de la memoria o la conciencia. El problema, sin embargo, no está tanto en la posibilidad de una fiesta sin Dios, porque la representación figurativa del Cristo es manifiesta, sino en el modo en que un crecimiento desordenado y superficial se escapa de las manos de la propia comunidad cofradiera y se desliza hacia el populismo, la bagatela, el narcisismo y la intrascendencia.
De las procesiones no se puede quitar al Nazareno crucificado o con el madero a cuestas, ni a la Virgen con el rostro surcado de lágrimas. Por ahí no es posible una interpretación laica. El riesgo está en que la propia fiesta religiosa diluya en mero efectismo autocomplaciente sus pautas sagradas. Aunque el arraigo de la fiesta es tan potente que ni siquiera desde dentro resulte fácil degradarla.