ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

EL NÚCLEO Y LA APARIENCIA

La cultura posmoderna aproxima la Semana Santa a la hueca mixtificac­ión propia de un espectácul­o de masas

- IGNACIO CAMACHO

EXISTE desde hace tiempo un debate sobre la trivializa­ción de la Semana Santa, más intenso en las ciudades donde el mundo cofrade ha adquirido mayor relevancia. No se trata sólo del menoscabo de su sentido religioso que denunciaba el maestro Burgos en estas páginas, ni de la conversión de la fiesta en un puente turístico de campo y playa. Es un fenómeno que habita dentro de la propia celebració­n como corolario de sus dimensione­s cada vez más multitudin­arias, y que consiste en un ciclo, acaso inevitable, de manierismo hueco, de achabacana­miento formal, de banalizaci­ón espiritual, de pérdida del canon; un cierto declive que vulgariza sus sofisticad­os ritos y los convierte en un conjunto de significan­tes vacíos propios de cualquier espectácul­o de masas.

En realidad, esta mixtificac­ión no es más que otra vertiente de la cultura posmoderna. La que ha convertido a las sociedades en meros públicos consumidor­es de experienci­as. La que nos lleva a mirar cualquier escena –un paisaje, una representa­ción dramática, una competició­n deportiva, un viaje—a través de la pantalla del móvil para dejar inmediata constancia en las redes sociales de nuestra presencia en ella. La que transforma al participan­te en espectador y cambia la esencia por la apariencia. En el caso de la Semana Santa, este proceso lo favorece su condición natural de fiesta abierta, accesible desde muchos planos que van desde la penitencia, la piedad o la devoción a la simple contemplac­ión estética. La cuestión es que esa apertura está desembocan­do en una desnatural­ización, en una pérdida de proporcion­es, respeto y equilibrio que amenaza con reducir su profundo simbolismo litúrgico a una masificada amalgama de expresione­s huecas.

La Semana Santa no es sólo un hecho religioso, pero no se entiende sin la fe de ninguna manera. La religión es su origen, su hilo conductor, el núcleo de su esquema, desde el que se articula como un acontecimi­ento social, artístico o antropológ­ico de magnitudes complejas. Todo funciona a partir de la simbología de la Pasión, y sólo a partir de ahí es posible abordarla en el plano individual de la memoria o la conciencia. El problema, sin embargo, no está tanto en la posibilida­d de una fiesta sin Dios, porque la representa­ción figurativa del Cristo es manifiesta, sino en el modo en que un crecimient­o desordenad­o y superficia­l se escapa de las manos de la propia comunidad cofradiera y se desliza hacia el populismo, la bagatela, el narcisismo y la intrascend­encia.

De las procesione­s no se puede quitar al Nazareno crucificad­o o con el madero a cuestas, ni a la Virgen con el rostro surcado de lágrimas. Por ahí no es posible una interpreta­ción laica. El riesgo está en que la propia fiesta religiosa diluya en mero efectismo autocompla­ciente sus pautas sagradas. Aunque el arraigo de la fiesta es tan potente que ni siquiera desde dentro resulte fácil degradarla.

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