ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)
De prófugos y funambulistas
La fascinación más seductora del funambulista no es su virtuosa habilidad para sustentarse encima del alambre evitando la caída, sino la posibilidad remota de que su destreza tenga algún fallo y el cuerpo se precipite al vacío. En ese momento, la fascinación se rompe y da paso a la lástima, a la vulgaridad que suscitan las desgracias comunes. Sucede algo semejante con el prófugo. Su huida –al margen de las simpatías o antipatías que suscite el personaje– no estriba en sus orígenes, sino en la atracción que produzcan los avatares de su acción, la expectación que provoca si, en un momento determinado, el prófugo es apresado o logra, una vez más, escapar. Hubo una famosa serie de televisión –«El Fugitivo»– cuyo interés no se basaba tanto en las razones de su huida como en las circunstancias de su aventura, en el interés de los lances y en su resolución, que concluía siempre en que el fugitivo lograba escapar.
El Prófugo secesionista logró concitar una gran expectación en sus salidas y entradas, incluso parecía rodearse de un aura de triunfador, que le hizo pronunciar a una de sus más rendidas súbditas el término «el puto amo», esa expresión casi de Lavapiés, tan castiza, mezcla de admiración inquebrantable y sumisión tribal, tan española como secesionista.
Pero el funambulista perdió el equilibrio, y su caída vino a suceder en una gasolinera alemana, que es un lugar escasamente legendario, a no ser que uno sea accionista de una compañía de hidrocarburos. Hay que reconocer que no es lo mismo ser apresado en el huerto de los olivos que en una gasolinera. Y eso que el término «huerto de los olivos siempre me pareció un oxímoron evangélico, porque el olivo es un árbol de secano y el huerto es una tierra de regadío, donde los olivos se echarían a perder. Pero no nos vayamos por los senderos del significante, cuando uno no es teólogo, y volvamos al circo, o sea, a los funambulistas y prófugos con afán de espectáculo. Si el funambulista defrauda a la afición cuando se cae, y a los espectadores les importa menos si se queda tetrapléjico o fallece al instante, por lo que el empresario siempre dice «que siga el espectáculo», más que por amor al circo por el temor de tener que devolver el importe de las entradas, en el momento en que el prófugo es apresado ya no importa demasiado si disfrazó su cobardía de coraje y su miedo de hazaña, porque la etiología ha dejado de interesar.
El problema de este Prófugo, que ha dejado de serlo, no es tanto el desinterés del personal, sino la constatación de que los más acérrimos entusiastas de su libertad ya no son sus partidarios, sino los abogados de diversa nacionalidad, que tienen algo en común, y es que cobran todos en euros. La fascinación, la leyenda, han terminado. Queda... «un horizonte de perros (que) ladra muy lejos del río», es decir, un vericueto pedestre y judicial donde el equilibrio sobre el alambre ni siquiera sirve como meritorio recuerdo.