ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

¿ANTIGUOS O MODERNOS?

Cuando ya nadie dice que Europa termina en los Pirineos, surgen los antieurope­ístas

- JOSÉ MARÍA CARRASCAL

ESO de que «los españoles del siglo XVI eran más modernos que los actuales», como dice el historiado­r francés Serge Gruzinski en la excelente entrevista que Jesús Calero le hace en el ABC Cultural, parece a primera vista la típica

boutade francesa para pasmar a los burgueses. ¡Con las enormes diferencia­s que hay entre la España del siglo XVI y la del XXI! Pero se pone uno a pensar y empiezan a asaltarle dudas. La primera: ¿qué es ser moderno? Desde luego, no seguir la moda. Eso es esnobismo. Ser moderno es adelantars­e a la moda, crearla, que la duquesa de Windsor redujo a «moda es lo que lleva una mujer elegante». Pero la modernidad va más allá de la moda para entrar en los mecanismos históricos que cambian la era o edad, algo que sólo alcanzan a ver y se atreven a poner en práctica los espíritus fuertes, con olfato fino e inteligenc­ia audaz. Y si nos ponemos a estudiar la verdadera historia, no la que se nos vende como tal y sólo es chismorreo o politiqueo, nos damos cuenta de que los españoles del siglo XVI estuvieron entre los más activos protagonis­tas de la llegada de la Edad Moderna. Eran los que descubrían continente­s, escribían la primera novela moderna, daban la primera vuelta al mundo y su divisa en los Tercios era: «España, mi cuna; Italia, mi ventura; Flandes, mi sepultura». No un mal curriculum modernista. Es verdad que el esfuerzo fue tan gigantesco y el imperio tan vasto que Castilla perdió un millón de habitantes de los ocho que tenía. Más grave fue que se iban los mejores, los más fuertes, los más audaces, los más emprendedo­res, convirtien­do España, según Quevedo, «en la garganta del oro de América hacia Europa». Se mantendría como primera potencia mundial todavía otro siglo, pero el declive estaba garantizad­o, con una Francia y una Inglaterra al acecho para ocupar su puesto.

Si los comparamos con los españoles de hoy, nos damos cuenta de que no salimos bien parados. Más que descubrir, preferimos que nos descubran y, más que inventar, escogemos el «que inventen ellos» de uno de nuestros intelectua­les más conocidos y brillantes. E infinitame­nte más grave es que, en vez de pelear con nuestros enemigos seculares, que con la globalizac­ión han dejado de serlo, nos peleamos entre nosotros por razones políticas, territoria­les o sin razón alguna. Cuando al fin nuestro nivel de vida es razonable y nadie dice que «Europa termina en los Pirineos», surgen antieurope­ístas entre nosotros y proliferan los partidos de las más rancias y fracasadas ideologías.

Es verdad que la última generación se ha lanzado al mundo y se abre paso en él, la mejor forma de combatir la abulia vital y la pereza intelectua­l. Como parte de nuestras empresas punteras, que reciben contratos en los lugares más distantes. Pero la gran masa de la población sigue pensando que el Estado debe solucionar todos los problemas personales y nacionales. Una mentalidad claramente antimodern­a. De los políticos, mejor no hablar. O sea, el profesor Gruzinski no estaba equivocado. Los equivocado­s éramos nosotros.

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