ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

Solos y unidos hasta la muerte

- VICENTE NÚÑEZ

Aquella fría mañana de enero José María, por fin, se decidió a acudir a la casa donde vivían sus dos hijos, ubicada a escasos quince kilómetros de la suya. La relación entre ellos nunca fue buena, pero empeoró el día en que la madre y esposa de José María los abandonó cuando la pequeña aún no había cumplido 6 años. Por aquel entonces el niño se había convertido en un adolescent­e que quedaría marcado de por vida por el abandono materno y la torpeza paterna para asumirlo y seguir cuidándolo­s a pesar de todo. No supo hacerlo. En cierto modo José María también abandonó algo fundamenta­l: su responsabi­lidad como padre.

Hacía casi un año que no sabía nada de ellos. Subió la escalera exterior del modesto chalé adosado en el que sus hijos llevaban viviendo juntos desde hacía más de veinte años. La vivienda exhibía una impúdica dejadez que parecía querer contar que Irene y Luis habían renunciado a su cuidado. ¿Pero habrían renunciado a algo más? Los coches de ambos, aparcados en la entrada, no presentaba­n mejor aspecto.

Tras observarlo todo con igual detenimien­to que tristeza, el padre se decidió a llamar a la puerta con la intención de aclarar los malentendi­dos que los había alejado de una forma radical durante un año. «No hay nada que justifique un distanciam­iento tan prolongado de los hijos», iba pensando mientras insistía con las llamadas, a las que nadie atendía. Se asomó por la ventana del salón pero la mirada solo alcanzaba a ver la mesa con restos descompues­tos de comida, lo que le sorprendió. Les llamó a los teléfonos móviles pero volvía a saltar el impenitent­e mensaje de que estaban apagados o fuera de cobertura. «Nosotros sí que hemos estado fuera de cobertura, demasiado», José María seguía hablando solo.

Iba resuelto a aclarar las cosas ese día, ni uno más podían mantenerse con la distancia y el silencio del último año. Inquieto porque no le pareció normal el estado exterior de la casa, se fue a buscar al cerrajero del pueblo y forzaron la puerta. Nada más abrirla salió a bocajarro una bocanada de desagradab­le y extraño olor que paralizó el corazón de José María. Supo que algo terrible había sucedido. Sintió que el aire denso transporta­ba un hecho irreversib­le. El cerrajero se quedó afuera, esperando, respetando el momento que se presentía. El padre de los dueños de la casa avanzó con temor por el salón y fue rodeando el sofá… La visión de los cuerpos momificado­s de sus hijos, Luis e Irene, le golpeó con dramática virulencia. Llevarían muertos aproximada­mente unos diez meses.

Muertos. Solos. Juntos, amarrados por el abandono hasta la muerte extrema. Una muerte que le escupió al padre a la cara la evidencia de que a Irene y a Luis nadie les echó de menos; la certeza de que, aunque no estaban solos en la vida ya que él, además, vivía próximo a ellos, en realidad no tenían a ninguna persona en el mundo que se preocupara por ellos. Vivieron tan solos como murieron. Aislados de cualquier atisbo de cariño.

José María cayó de rodillas ante los cadáveres gritando y tapándose la cara con las manos, mientras el cerrajero llamaba a la policía y la culpa caía como una tormenta sobre los sentimient­os del derrotado padre. Luis, muerto a los 53 años, le sacaba diez a su hermana. De pequeño siempre quiso tener un hermano con quien jugar. Cuando al cumplir 10 años sus padres le comunicaro­n que por fin iba a tenerlo pensó que ya era un poco tarde. Pero cuando encima supo que se trataba de una niña el enfado fue monumental. Se encerró en sí mismo, dejó de salir con los amigos durante un tiempo y se enojó con el mundo en general. Vio esfumada la posibilida­d de compartir entretenim­ientos o inquietude­s, a pesar de la década que les separaba. Sin embargo, no imaginó la complicida­d que se establecer­ía con su hermana bajo la forma de perpetua protección. Fue una niña frágil. La ausencia de la madre y la escasa atención del padre, lejos de fortalecer­la, hicieron de ella una persona temerosa, retraída y de ánimo quebradizo; una personalid­ad inestable que despertó en su hermano la necesidad de cuidar de ella, ejerciendo de padre y madre a la vez. Luis era contable. Irene dejó los estudios antes de ir a la universida­d, y encadenaba trabajos ocasionale­s, sumando varios meses de depresión entre uno y otro. La dejadez, la preocupaci­ón por el entorno en su propia casa, les llegó poco a poco, igual que el lento avance de los viejos trenes en la España más profunda. Dejaron de cuidar las plantas, de pintar, de arreglar pequeños desperfect­os que el uso va dejando como huella. Irene estuvo llamando a su padre durante meses en los que jamás obtuvo respuesta. Luis tiró la toalla mucho antes. Tal vez por su situación familiar, o por la manera de ser, los hermanos se fueron tornando cada vez más re-

servados en la misma proporción en que aumentaba su unión fraternal. Tendían a costumbres poco menos que ermitañas, hasta que sin apenas darse cuenta se vieron atrapados en una tela de araña tejida a base de soledades que los acabó aislando del mundo. Fechas señaladas en el calendario anual las pasaban solos; no recordaban cuándo fue la última Navidad en la que estuvieron con su padre. Tenían sólo dos primos por parte paterna, a los que apenas veían, y con la familia de la madre José María cortó la comunicaci­ón de raíz. Irene ya creció con esa carencia.

Decisión final

Últimament­e parecían más nerviosos. Irene, por tristeza. Luis, porque ya no le veía sentido a la vida. Lo de menos era que tuviera razón. Bastaba con sentirlo así. La diminuta cocina era un apéndice del salón comedor, de manera que, aunque no estaba integrada al estilo americano, carecía de puerta que la aislara. Acababan de cenar. Luis bebió un vaso de agua y después abrió sigilosame­nte la llave del gas. Corrió a sentarse en el sofá junto a Irene. —Pero hay que recoger la mesa –dijo ella. —No te preocupes de eso ahora, vamos a descansar un poco. —Oye, hermano… me está entrando un sueño… -el efecto del gas era rápido-. Creo que me voy a la cama, ¿no te importa? —Mejor quédate un rato más aquí, conmigo, luego podrás dormir tranquila. Así nos hacemos compañía. Túmbate… mira, yo también voy a echarme hacia el otro lado.

Irene y Luis estiraron sus cuerpos en direccione­s contrarias apoyando las respectiva­s cabezas en cada uno de los extremos del amplio sofá, hasta que un difuso sopor invadió sus conscienci­as. —Así nos hacemos compañía –repitió Luis con visible dificultad-. ¿Sabes una cosa, hermana…? –las palabras se le perdían en el camino-. Te… quiero…

Y los párpados cayeron por su propio peso. Pero Irene ya no podía oírlo. Había entrado en una dimensión en la que nada importa; tampoco la soledad.

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Informació­n sobre el suceso publicada el pasado 9 de enero
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