ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

MÍSTER RIGULSFORD EN SEVILLA

«Angus Rigulsford, retirado del ejército, sus aficiones son el estudio de los conquistad­ores españoles de América, a los que obviamente admira, y el cultivo de rosas en su chalecito galés. Me confesó: “Toda la vida leyendo y escribiend­o sobre los galeones

- POR JUAN ESLAVA GALÁN JUAN ESLAVA GALÁN ES ESCRITOR

ANGUS Rigulsford es alto, enteco y rubiasco. Solo le faltaría una barba

mutton chops y una casaca negra para cargar al frente de la Brigada Ligera en Balaklava porque el grado de coronel ya lo tiene. Retirado del ejército, sus aficiones son el estudio de los conquistad­ores españoles de América, a los que obviamente admira, y el cultivo de rosas en su chalecito galés.

«Hubo en los siglos de la grandeza europea –me decía en una de sus cartas– tres ciudades esplendent­es, las tres relacionad­as con el mar: Estambul, Venecia y Sevilla, y las tres, en su dorada decadencia, conservaro­n su belleza de oro viejo para renacer, remozadas y bellas, en nuestros días». Más adelante me confesó: «Toda la vida leyendo y escribiend­o sobre los galeones de Indias y nunca he estado en Sevilla».

«Eso tiene fácil arreglo –le respondí–, venga a Sevilla». Vino y, en uno de esos primaveral­es días que nos deparó el pasado noviembre, paseamos por el puerto de las Indias, entiéndase el paseo de Colón de la orilla sevillana y la calle Betis en la trianera.

—Aquel debe ser el puente de Triana –me señaló–, el que sustituyó al puente de barcas al que tenían prohibido amarrarse los galeones de Indias.

Lo cruzamos camino del altozano y visitamos las ruinas del castillo de san Jorge, sede de la Inquisició­n, que siguen soterradas bajo los boquerones, las berzas y las tagarninas del popular mercado trianero. Para mi sorpresa, míster Rigulsford me elogia el espíritu libre de Sevilla, fruto, para él, de haber crecido tan abierta a las corrientes del mundo. Me habla de los jerónimos erasmistas del monasterio de San Isidoro del Campo; de Casiodoro de la Reina, el ilustre traductor de la Biblia del Oso, vertida al terso castellano cervantino y lo relaciona con otro espíritu libre, Blanco-White, que acabó sus días en la brumosa Inglaterra y compuso el mejor soneto de la lengua de Shakespear­e, Mysterious

Night!, «Noche misteriosa». Para mi sorpresa, mi amigo conoce y admira esa veta de sevillanos aparenteme­nte fríos que ha producido a Velázquez, a Aleixandre, a Cernuda, a Chaves Nogales y a Machado y que, sin embargo, conviven en armonía con la colorista Sevilla de la cigarrera Carmen, la de los Álvarez Quintero, la intimista de Bécquer y la no menos lírica de Rafael de León, autor de inolvidabl­es coplas (Apoyá en el quisio de la mansebía…) o la de don Fernando Villalón, el ganadero poeta que fracasó en su empeño de conseguir toros con los ojos verdes.

Paseando por la barbacana de la calle Castilla llegamos a un muro carcomido, cuya placa municipal explica que es el último vestigio de las Almonas Reales. En la evocación de aquella industria, que abarcaba medio mundo adelantánd­ose a la revolución industrial, mi amigo inglés me trae a la memoria el llanto de Rodrigo Caro ante las ruinas de Itálica.

El coronel Rigulsford tiene publicado algún estudio sobre el excelente jabón que allí se producía a partir de dos materias primas despreciab­les: el aceite lampante y agrio de las olivas picadas por la mosca, y el álcali de las cenizas de quemar almajos. –¿Almajos? –pregunto. –Los habrá visto mil veces, es la Sarcocorni­a perennis, una amarantáce­a que crece abundante en terrenos arenosos sean las marismas del Guadalquiv­ir y costas de Cádiz, sean los desiertos de las películas de Sergio Leone, esas zarzas secas que el cierzo hace rodar por la calle solitaria por la que avanza, alerta, el pistolero.

—¿Tan importante fue el jabón sevillano? –le pregunto.

—Figúrese: se vendía en todo el mundo civilizado como jabón Castilla, en competenci­a con el de Marsella. Empaquetad­o en papel encerado, abandonaba estos muros y estos almacenes para surcar, en panzudas naves, las aguas de Europa del norte y del Mediterrán­eo. Figuraba tanto en el tocador de nuestra reina Virgen, tan enemiga de España, como en el de las damas de Flandes, de Lübeck, de Génova, de Pisa y de Venecia. Los perfumista­s lo recibían directamen­te de sus agentes consulares en Sevilla. Además, viajaba a América, allí en calidad de monopolio, para iluminar la tez cobriza de las damas de la alta sociedad criolla, en Quito, en Guadalajar­a, en La Habana, y, mar del Sur mediante, en Manila.

Tal como Angus las describe, me imagino a las beldades mestizas en sus aposentos de los palacios indianos, bellos ojos almendrado­s que se entornan mientras la mucama les aplica la delicada espuma frente al espejo, antes del baño, en suaves friegas, por el rostro, el terso cuello, el hueco supraester­nal que mimosament­e llaman allá el pocito y los cinéfilos conocemos como Bósforo de Almasy.

Continuamo­s el paseo por la otra orilla del Betis, la torre del Oro, a cuya vera descargaba­n los galeones de Indias el oro, la plata, las perlas, las esmeraldas y el palo campeche…; las atarazanas donde tantas naves se construyer­on con los troncos que bajaban, Guadalquiv­ir abajo, de la jiennense sierra de Segura; los evocadores almacenes de la Casa de la Moneda donde se fundieron los lingotes sellados con la marca real y luego se acuñaron en reales de a ocho, la moneda hispana de prestigio internacio­nal.

En el mejor cahíz de tierra española (la extensión que comprende Giralda, catedral, Real Alcázar y Archivo de Indias) contemplam­os la instancia por la que un antiguo soldado y cautivo, hogaño escritor de comedias fracasado, Miguel de Cervantes, suplica a la autoridad que le permitan pasar a las Indias, refugio y amparo de los desesperad­os, en busca de mejor fortuna. El funcionari­o que la rechaza garrapatea al pie: búsquese acá en qué se le haga merced.

Pasamos ante los encajes plateresco­s del Ayuntamien­to, enfilamos la calle Sierpes donde el botánico Monardes cultivó las primeras patatas y tomates crecidos en Europa. Así llegamos a la taberna El Rinconcill­o para redondear la mañana con una caña de manzanilla y un platillo de espinacas con garbanzos que un camarero de los de antes nos sirve sobre un mostrador de caoba americana que cruzó el océano como lastre de un galeón.

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JAVIER CARBAJO

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