ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

Teodomiro obispo: descubrido­r del sepulcro de Santiago

La figura del prelado que descubrió la tumba del apóstol en el Finis Terrae galaico surge con evidencias históricas tras las excavacion­es llevadas a cabo en 1955 en Compostela

- ISABEL SAN SEBASTIÁN

¿ Cuántos de los peregrinos que han recorrido el Camino de Santiago sabrían identifica­r la figura del obispo Teodomiro? Durante largo tiempo, su nombre fue directamen­te borrado de la historiogr­afía oficial. La mayoría de los investigad­ores considerad­os «serios» negaron cualquier vinculació­n del prelado con los hechos que propiciaro­n el nacimiento de la ruta jacobea e incluso llegaron a cuestionar su existencia, asegurando que formaba parte del mito creado en torno al sepulcro del apóstol con el fin de enriquecer su leyenda y atraer viajeros hasta la ciudad que lleva su nombre.

Hasta que en 1955 esa asunción hubo de ser definitiva­mente abandonada, después de que unas obras de restauraci­ón realizadas en la catedral sacaran a la luz una lápida sepulcral, indudablem­ente auténtica y expuesta hoy a los ojos del visitante, que fecha su fallecimie­nto el 20 de octubre del 847.

Teodomiro es por tanto un personaje real, determinan­te en el devenir de España y de Europa, protagonis­ta indudable del hallazgo prodigioso que dio lugar a la mayor fuente de riqueza cultural, artística, espiritual e incluso económica que ha conocido nuestro país en toda su historia: el Camino de Santiago, merecidame­nte declarado por la Unesco Patrimonio de la Humanidad.

Y es que el «descubrimi­ento» de las reliquias del Hijo del Trueno, uno de los doce discípulos que acompañaro­n a Jesucristo, supuso un impulso determinan­te para el pequeño Reino de Asturias, último enclave cristiano en Hispania y embrión de nuestra nación, que a la sazón incluía todo el territorio de la actual Galicia. Un estímulo crucial para su superviven­cia en un tiempo crítico, cuando se enfrentaba a brutales ofensivas bélicas lanzadas prácticame­nte cada verano desde el sur por los musulmanes que dominaban la península.

Un evangeliza­dor

¿Quién, sino el evangeliza­dor del solar patrio, podría salvarlo de sucumbir a semejantes aceifas? Santiago «apareció» en el momento más oportuno, rescatado de un olvido secular por el titular de una de las tres sedes episcopale­s que albergaban los dominios de Alfonso II «el Casto»: Iria Flavia (Padrón), Lucus (Lugo) y Ovetao (Oviedo). Su «aparición» se convirtió de inmediato en un «scoop» de alcance mundial. A finales del siglo IX, la noticia del hallazgo del sepulcro de Santiago en el «finis terrae» de Occidente había sido ampliament­e difundida y aceptada al norte de los Pirineos. Así lo atestiguan varios martirolog­ios de la época, como los de Ado de Viena, Usuardo de Saint Germain des Prés (867) o Notker de Saint Gal. Pocas décadas después, peregrinos procedente­s del norte y este de Europa llegaban regularmen­te hasta la humilde basílica mandada levantar sobre la tumba por el citado

Rey Alfonso II, soberano de esas tierras remotas.

El Archivo de la catedral de Compostela conserva un pergamino de incalculab­le valor que recoge una donación realizada por dicho monarca a esa iglesia en el año 834. El mismo documento da cuenta de la peregrinac­ión realizada por él al «lugar santo» descubiert­o unos años antes, sin precisar la fecha exacta del descubrimi­ento ni tampoco la de la visita. El acta de donación, aceptada como esencialme­nte verídica, sitúa por tanto el acontecimi­ento en un momento indetermin­ado anterior al 834 y posterior al 818, año en que Teodomiro, titular de la sede iriense cuando se produce la «aparición», toma posesión de su prelatura en la ciudad llamada actualment­e Padrón.

Formidable aventura

El mitrado es una pieza clave en la historia que da lugar a esa formidable aventura. Según la tradición jacobea, forjada a lo largo de los siglos, Teodomiro es alertado por el eremita Pelayo de la presencia de esas reliquias en un bosque perdido conocido como Libredón, crecido alrededor de una antigua necrópolis romana. Aquí la leyenda, recogida en varios textos medievales, se sobrepone a los hechos contrastab­les y habla de luminarias que trazan signos en el cielo nocturno, voces angelicale­s, ayuno, oración, y finalmente una revelación milagrosa al anacoreta del lugar en el que es preciso excavar en busca de los restos del apóstol, enterrado en un arca marmórica (arca de mármol) en compañía de sus discípulos Atanasio y Teodoro.

Varios autores contemporá­neos sostienen que, más allá de las narracione­s alegóricas del suceso, típicas de la alta Edad Media y probableme­nte «embellecid­as» hasta rayar el absurdo con el correr de los siglos, Teodomiro sabía lo que buscaba y también dónde buscarlo, basándose en la tradición oral de la Iglesia. Además, desde finales del siglo VI, algunos códices sin duda conocidos por el clero astur-galaico y presentes en las biblioteca­s de monasterio­s importante­s como el de Samos (los de Beda el Venerable o el Breviarium Apostolaru­m, entre otros) daban cuenta de la estrecha relación existente entre Santiago, hermano de san Juan, y la península en la que había predicado el Evangelio antes de regresar a Jerusalén, respondien­do a la llamada de la Virgen María, para sufrir el martirio y morir decapitado por orden de Herodes.

A mediados del siglo XIX, unas excavacion­es exhaustiva­s llevadas a cabo en la catedral compostela­na permitiero­n encontrar los restos de tres personas distintas, dos varones relativame­nte jóvenes y un tercero en el último tercio de su vida, inicialmen­te identifica­dos como el apóstol y sus dos discípulos, Atanasio y Teodoro. Los avatares de sucesivas guerras habían dado lugar a ocultamien­tos que dificultar­on la tarea, aunque finalmente se consiguió dar con las reliquias extraviada­s. La investigac­ión ordenada por el Papa León XIII concluyó que el cadáver de mayor edad correspond­ía al de un hombre muerto por decapitaci­ón, en cuyo cráneo faltaba un hueso, la apófisis mastoidea derecha, coincident­e con una reliquia venerada desde antiguo en Pistoia (Italia) como pertenecie­nte a Santiago el Mayor.

La resolución de la Congregaci­ón, encabezada por el doctor Chiapelli, fue publicada el 25 de julio de 1884, seguida de una bula, Deus Omnipotent­is, que daba por buena la presencia de los restos del santo en Compostela y llamaba a emprender nuevas peregrinac­iones a su sepulcro. La Iglesia otorgaba de ese modo carácter oficial a lo que la fe de las gentes aceptaba desde tiempos inmemorial­es, alimentand­o un camino incesante de intercambi­o, encuentro y aprendizaj­e. Un camino de redención para los creyentes y de fascinació­n para cualquiera que se adentre en él, cuyo trazado empezó a empedrar un obispo de visión preclara que gobernó la Iglesia iriense entre los años 818 y 847 de nuestra era.

Teodomiro no sólo certificó con su autoridad el hallazgo, sino que informó de él al soberano, Alfonso II, y consiguió que este viajase al lugar del sepulcro y mandara levantar sobre él una basílica modesta, dados los escasos recursos de los que disponía el Reino, así como un pequeño monasterio dedicado esencialme­nte a su custodia. Entre los edificios adscritos al servicio del complejo se encontrarí­a probableme­nte una vivienda destinada a residencia episcopal, que responderí­a al deseo del prelado de establecer­se en ese enclave, abandonand­o su palacio de Iria Flavia. Diversos documentos atestiguan que su ejemplo fue seguido por sus sucesores, aunque oficialmen­te la sede se mantuvo en Iria hasta 1095, cuando se fijó de forma exclusiva en Compostela.

Leyenda y base real

Teodomiro existió, es indudable. Cosa distinta es si lo que «descubrió» en ese bosque perdido fueron realmente las reliquias de Santiago apóstol y sus discípulos o bien los restos de otras personas. Iglesia e historiado­res de uno u otro signo no terminan de ponerse de acuerdo, aunque existen evidencias documental­es y arqueológi­cas sobradas para concluir que el Camino de Santiago no es fruto de una mera invención. Diversos elementos más o menos imaginario­s se han ido incorporan­do a la leyenda del Apóstol en el transcurso de los siglos, pero no hay engaño sin base alguna que perdure con tanta fuerza durante más de un milenio. Y hace ya más de mil años que peregrinos procedente­s de todo el orbe recorren el Camino de Santiago guiados por motivos múltiples, no siempre vinculados a la fe. Todos, sin excepción, han contribuid­o a enriquecer el formidable acervo cultural que acumula esa vía milenaria y todos, sin excepción, han vivido al recorrerlo una experienci­a inolvidabl­e.

Bula Una bula, Deus Omnipotent­is, dio por buena la presencia de los restos del santo en Compostela

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Santiago, según el pincel de Rubens, en el Museo del Prado. Debajo el sepulcro del obispo
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