LA PENSIÓN

Sacaron en la tele a Manuel, «el hombre que vivió con su madre muerta». Le criticaron por defraudar a la Seguridad Social. Él cobra 400 euros, su madre cobraba 600, así que estos meses en los que la tuvo en un ataúd ha conseguido ser mileurista. «Esto se lo hemos estado pagando entre todos», llegaron a reprocharle desde el plató.

En Nueva York se conoció hace unos años un caso parecido. Murió un señor y sus amigos siguieron llevándolo en silla de ruedas a recoger el cheque. Hay un periodo en la muerte en el que aún somos socialmente verosímiles. En casos como el de Manuel el dinero llega a una cuenta bancaria y alguien tiene que avisar. Morirse es, en cierto modo, un trámite que dejamos por hacer y que la burocracia no ha resuelto. Un muerto no puede darse de baja.

Si es verdad que estamos a dos decisiones de dormir en la calle, con un mal divorcio y dos errores podemos acabar como Norman Bates, con la madre momificada ante la tele. Hace dos mil años el derecho romano hubiera ideado una figura para legalizar esto: Sucesión pensionis causa. Algo así. Se mueren nuestros mayores y con ellos sus pensiones. A ellos a lo mejor les volvemos a ver; a ellas no. Si me lee un liberal me trincha, pero ¿no se siente la pensión como algo heredable? Hay gente que no deja herencia y esa paguita se parece. Con una mezcla de amor y desesperación el hijo que vive con el anciano se subroga en el muerto. La ventaja de la soledad es que nadie nota la diferencia. Pero tarde o temprano el Estado se entera, y luego «Espejo Público».