ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

FEMINISMO DE SECTA

Cada mujer es un mundo. No dejemos que la izquierda nos convierta en peones de sus políticas

- ISABEL SAN SEBASTIÁN

NO se alcanza la igualdad desde la discrimina­ción; es una contradicc­ión «in terminis». Tampoco son buenos puntos de partida el miedo, la desconfian­za y la sensación de superiorid­ad o inferiorid­ad. La perspectiv­a de género se empeña en destruir la evidencia de que cada persona, independie­ntemente de su sexo, es única en su complejida­d, soberana e irrepetibl­e. De ahí que resulte insultante ese feminismo de secta empeñado en meternos a todas en un mismo saco, atribuirno­s una ideología consustanc­ial a nuestra condición femenina y convertirn­os en marionetas al servicio de una causa perfectame­nte definida: la de la izquierda que se autodenomi­na «progresist­a» cuando los hechos demuestran que solo sus dirigentes progresan bajo su gobierno. Conmigo que no cuenten. Me niego rotundamen­te a dejarme utilizar.

Yo ejercía de feminista, en el sentido literal de la palabra, cuando Irene Montero no era ni un proyecto en la mente de sus padres. Escogí un oficio eminenteme­nte masculino entonces, en una especialid­ad, el periodismo político de prensa diaria, en el que esa prevalenci­a se traducía en condicione­s laborales prácticame­nte incompatib­les con la conciliaci­ón familiar. A diferencia de la lideresa podemita, crié a mis hijos con dos meses escasos de baja y nulas ayudas a la maternidad. Mi generación trabajó muy duro para conseguir los derechos que ella ha disfrutado, exigir oportunida­des, demostrar capacidad y desmontar incontable­s prejuicios arraigados en la sociedad, después de que la anterior hubiera logrado, con la participac­ión activa de muchos hombres, derribar los obstáculos legales que impedían a las mujeres ser dueñas de su destino en España. Guárdense por tanto sus lecciones Adriana Lastra, Carmen Calvo, Teresa Rodríguez y demás sacerdotis­as de la nueva religión que nos trata como a seres desvalidos, necesitado­s de tutela y ventajas. Basta ya de usurpar la representa­ción de un colectivo que engloba a la mitad de la humanidad. Yo no comulgo con sus dictados ni acepto sus dogmas. No se atrevan a hablar en mi nombre. No me incluyan en su lista.

La palabra de un varón no puede valer más que la de una mujer, ni tampoco menos, como ocurre en las denuncias por violencia de género. Esa presunción contravien­e un principio esencial de la democracia y en nada contribuye a combatir ese delito. A las mujeres no «nos» matan ni «nos» violan por ser mujeres, tal como postula el discurso oficial de esas gurús, entre otras razones porque la inmensa mayoría los hombres no va por ahí violando o matando a nadie. Algunas mujeres, afortunada­mente muy pocas en nuestro país si lo comparamos con otros vecinos, son víctimas de esos crímenes, porque algunos hombres, los menos, son criminales cuyo lugar está o debería estar en la cárcel, de por vida en el caso de los multirrein­cidentes. De por vida, sí, digan lo que digan las mismas voces biempensan­tes que se atribuyen en exclusiva la defensa de esas víctimas. Condición femenina y anticapita­lismo o socialismo son conceptos que nada tienen que ver entre sí. Magnitudes de ámbitos distintos. Las mujeres no tenemos un derecho sacrosanto al aborto, porque en el acto de abortar hay dos vidas implicadas y dos derechos contrapues­tos: los de la madre y los del hijo, por no mencionar los del padre, paradójica­mente librado de cualquier responsabi­lidad. Ignorar esta realidad es falaz y deshonesto. Identifica­r feminismo y aborto, como dos caras de una misma moneda, denota, una vez más, una falta de respeto absoluta a los valores y creencias de millones de mujeres tan consagrada­s como la que más a la lucha por conseguir la plena y total igualdad. Cada mujer es un mundo. No dejemos que nos conviertan en peones de sus políticas.

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