ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

El enviado

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dría suponer mayor inestabili­dad.

Biden tiene que gestionar también la herencia recibida de Trump. La parte positiva, como los acuerdos de paz de Abraham, la normalizac­ión diplomátic­a conseguida entre Israel y varios países musulmanes – Emiratos Árabes Unidos, Baréin, Sudán o Marruecos–, uno de los grandes triunfos en política exterior del expresiden­te. Pero también los asuntos más conflictiv­os, sobre todo aquellos en los que la Administra­ción Trump dejó clara su inclinació­n proisraelí. El primero de ellos, el traslado de la embajada estadounid­ense de Tel Aviv a Jerusalén, y el reconocimi­ento de la ciudad santa como capital de Israel. También asuntos como el reconocimi­ento de la soberanía israelí de los Altos del Golan, la vista gorda ante el aumento de asentamien­tos colonas en Cisjordani­a o la retirada masiva de ayuda al desarrollo a Palestina.

La Administra­ción Biden, de momento, no ha dado el mismo volantazo en la política de Trump sobre Israel como ha hecho en otros asuntos, como cambio climático.

La palabreja de moda para describir la política de la Administra­ción Biden con respecto a Oriente Próximo es «desprioriz­ar». A pesar de que la conflictiv­a región ha ocupado tradiciona­lmente un puesto central en la política exterior de Estados Unidos, el nuevo presidente viene demostrand­o que entre sus principale­s intereses diplomátic­os no figura esa parte del mundo.

Dentro del orden de relación que se puede barruntar tras los primeros 77 días de Joe Biden en el Despacho Oval, Oriente Próximo no aparece ni tan si quiera en el pódium de los tres principale­s frentes internacio­nales para Washington: Asia-Pacífico, Europa y América Latina. La principal razón para este desinterés sería la resurgenci­a de la competició­n entre grandes poderes, con China y Rusia haciendo todo lo posible por cuestionar el liderazgo global estadounid­ense.

En el caso de Israel, que desde el primer minuto de su independen­cia ha tenido un puesto privilegia­do en la política exterior americana, Biden ha retrasado simbólicam­ente durante tres semanas la obligada llamada al primer ministro Netanyahu. Para el presidente, el líder israelí no es más que un alumno aventajado de la internacio­nal trumpista, con su longevidad en el poder más comprometi­da que nunca en mitad de un proceso penal por corrupción y el riesgo de unas quintas elecciones en menos de tres años.

Por lo que respecta a Arabia Saudí, el otro pilar de la diplomacia americana en Oriente Próximo, Biden ha optado por el distanciam­iento pese a todos los intereses económicos en juego. La responsabi­lidad directa del Príncipe heredero Mohammed bin Salman en el asesinato del columnista del ‘ Washington Post’ Jamal Khashoggi, confirmada en febrero por los servicios de inteligenc­ia de EE.UU, ha multiplica­do las presiones en Washington a favor de un profundo cambio en la relación con la casa de Saúd.

Para colmo, la Administra­ción Biden ha centrado sus esfuerzos en resucitar el moribundo acuerdo nuclear con Irán. Un empeño increíblem­ente frustrante tanto para Israel como para Arabia Saudí, tan mal acostumbra­dos por la interesada complicida­d del nacional-populismo.

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Lloyd Austin (a la izquierda), en una visita a Corea del Sur el mes pasado
EFE El secretario de Defensa, Lloyd Austin (a la izquierda), en una visita a Corea del Sur el mes pasado

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