ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

EL PROBLEMA ES EUROPA

- POR JOSÉ MARÍA CARRASCAL José María Carrascal

«Nuestro problema es que los viejos demonios europeos, el nacionalis­mo sobre todo, que trajeron guerras de cien años, y otras se convirtier­on en mundiales, han vuelto a surgir. Si algunos de esos demonios, como la enemistad franco-alemana, han desapareci­do, otros como el polvorín balcánico han estallado. También las diferencia­s entre el Norte y el Sur se han atenuado gracias a la generosida­d de los nórdicos. Lo malo es que surge otra brecha entre el Este y el Oeste que no se arregla con dinero, al confrontar ideas y formas de vida difíciles de conjugar»

DESDE que el 10 de marzo de 1910 Ortega pronunció en la sociedad El Sitio de Bilbao la conferenci­a ‘La pedagogía social como programa político’, su última frase «España es el problema. Europa, la solución» viene retumbando por todo tipo de cenáculos, causa de que nuestra entrada en la Comunidad Europea fuera celebrada en la inmensa mayoría de ellos. Con buenas razones, pues nos ha traído más ventajas que sinsabores, desde los fondos estructura­les a la tranquilid­ad de saber que somos europeos, de pura cepa incluso, algo que en mi juventud era todavía motivo de controvers­ia. Hoy, solo los objetores profesiona­les se atreven a ello.

El problema sin embargo persiste, aunque en otro terreno. Hoy el problema es Europa, concretame­nte la Unión Europea, con sede en Bruselas y otras ciudades, una unión que no acaba de cuajar y le crecen tanto los enanos como los gigantes, como ese Reino Unido, la vieja Inglaterra, que ha decidido abandonarl­a sin explicar los motivos y causando gran alboroto. Como ya les expliqué en otra Tercera, los ingleses nunca se han sentido realmente europeos sino ‘ british’, y el temor a perder su originalid­ad les llevó a salir, aunque intentan conservar las ventajas de un mercado de 500 millones de consumidor­es. Aparte del riesgo de perder el Ulster, su parte en Irlanda. Pero es su problema, no el nuestro.

El nuestro es que los viejos demonios europeos, el nacionalis­mo sobre todo, que trajeron guerras de cien años y otras se convirtier­on en mundiales, han vuelto a surgir. Si algunos de esos demonios como la enemistad franco-alemana han desapareci­do, otros como el polvorín balcánico han estallado con enormes costes en vidas y haciendas. También las diferencia­s entre el Norte y el Sur se han atenuado gracias a la generosida­d de los nórdicos, alemanes especialme­nte, que han suavizado las viejas rivalidade­s. Lo malo es que surge otra brecha entre el Este y el Oeste, que no se arregla con dinero al confrontar ideas, sentimient­os y formas de vida difíciles de desarraiga­r y conjugar.

El origen hay que buscarlo en aquel reparto de Europa que hicieron Roosevelt, Truman y Stalin en Teherán, Yalta y otros lugares bajo la mirada crítica de Churchill, que no tenía vela en aquel entierro. Los problemas que está teniendo la Unión Europea son, más que económicos, de carácter político o ideológico. Europa Occidental quedó bajo la tutela norteameri­cana, mientras la Oriental quedó bajo la soviética, una diferencia tan grande como el día y la noche, con Alemania partida por la mitad. Bastaba cruzar la Puerta de Brandenbur­go en Berlín para que todo cambiase, incluso el olor, pues la gasolina del Este contaminab­a más que el gasoil. Aunque en realidad, la mayor diferencia era la política, sin el menor resquicio a las libertades.

Fue como aquellos países quedaron vacunados contra el comunismo por generacion­es. Iría incluso más lejos: su anticomuni­smo abarca a toda la izquierda, por creer que facilita la llegada de aquél y considerar que los occidental­es somos demasiado crédulos ante sus proclamas, y demasiado blandos en nuestras respuestas, con un dogmatismo más totalitari­o que democrátic­o. Claro que los conocen mejor que nosotros. Influye también el papel que interpretó la Iglesia católica, en Polonia especialme­nte, en la liberación del yugo soviético con Juan Pablo II como abanderado, y Lech Walesa con su sindicato ‘Solidarida­d’, como movimiento popular que poco tenían que ver con la ‘revolución cultural’ que por aquel entonces explotaba en Occidente.

Esa diferencia no ha disminuido, sino aumentado y extendido por todos aquellos países conforme recobraban su independen­cia de Moscú, con gobiernos que no quieren saber nada de los ‘nuevos derechos’ de ciertas minorías –homosexual­es, travestis, matrimonio­s del mismo sexo–, que siguen prohibidas en la mayoría de ellos, siendo Polonia y Hungría las más beligerant­es en esta ‘revolución conservado­ra’ de enfrentami­ento con Bruselas, que l es ha abierto expediente sancionado­r y amenazas tan graves como bloquear los fondos de recuperaci­ón previstos. Su respuesta, sin embargo, ha sido la de mantenerse firmes en sus principios, que les parecen más importante­s que el dinero.

No vayamos a creer sin embargo que esta revolución se l i mita a l a Europa Oriental. Los partidos socialista­s en la Europa Occidental, que alternaron el poder con los conservado­res desde finales de la II Guerra Mundial han sido barridos, incluso en sus feudos tradiciona­les, los países escandinav­os. Apenas cuentan en el Reino Unido, Francia, Alemania o Italia, y solo en España gobiernan, aunque habrá que ver hasta cuándo. La razón es sencilla: el Estado perfecto que venden no existe. Solo, el menos malo. Y para eso no están preparados. Bueno, preparado no está ninguno, pues la digitaliza­ción ha acelerado tanto la historia que cada seis meses surgen nuevos problemas cuya solución requiere nuevas fórmulas. Que terminarán encontránd­ose, pero ¿cuándo?

Entramos sin duda en una nueva era, que sustituirá a la cristiano-judaica-greco-latino-germánica, protagoniz­ada por una Europa dominadora de todas las tierras y mares del planeta, pero también con síntomas de agotamient­o por doquier. En cierto modo ha sido víctima de su éxito. Las que fueron sus colonias en África, Asia, América u Oceanía se vuelcan en ella en busca de la tranquilid­ad y bienestar que no tienen en casa. Pero Europa no tiene fuerzas para mantener su natalidad ni para defenderse de esas invasiones. La consigna es «morir sin dolor» entre los viejos y «divertirse esta noche» entre los jóvenes, al no saber qué les espera mañana. «Porco governo» le llaman los italianos que olvidaron el latín.

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