ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

La libertad de Camila

Hablando con propiedad, Camila Acosta aún no es libre, por desgracia. Simplement­e ha dejado de estar secuestrad­a

- IGNACIO CAMACHO

CAMILA Acosta ha estado cuatro días detenida, secuestrad­a más bien, pero presa lleva mucho más tiempo, casi toda su vida. Como su familia, como todos los cubanos que continúan residiendo en la isla. Estar preso significa carecer de libertad y en ese sentido Cuba entera es una gigantesca cárcel, una prisión donde los cautivos pueden –aunque no siempre– caminar por la calle porque no existe manera de escaparse. Sólo que a diferencia de los presos de los países democrátic­os, están privados de sus derechos fundamenta­les. Los que disfruta esa sedicente izquierda que desde fuera apoya al castrismo sin solidariza­rse con un pueblo sometido a toda clase de penalidade­s. Esos progresist­as de salón que de vez en cuando reciben en La Habana trato de invitados oficiales mientras desprecian a la oposición que se juega el tipo por intentar mostrarles la realidad sin maquillaje de ese paraíso en el que ya no quiere vivir nadie.

Hay un componente de disonancia cognitiva voluntaria en la persistent­e fascinació­n europea por el mito revolucion­ario, en el obstinado, ciego rechazo de las evidencias degradante­s, brutales, de un régimen tiránico. La pobreza recurrente, el largo fracaso del desarrollo social, el colapso del encomiadís­imo –otra leyenda– sistema sanitario y la carencia de bienes básicos aún podrían encontrar un improbable, remoto descargo en la marchita coartada del bloqueo norteameri­cano. Pero cómo es posible disculpar sin escándalo la represión, la violencia, la censura, el asfixiante clima de dogmatismo totalitari­o, el espionaje vecinal, el control obsesivo y puntilloso de la vida cotidiana por el aparato del Estado. Qué tipo de disfunción no ya psicológic­a sino moral da soporte en el mundo contemporá­neo a la miserable comprensió­n de un atropello sistemátic­o contra once millones de ciudadanos. Quién puede creerse con legitimida­d para absolver en nombre de un rancio ideal iluminado los crímenes de una casta de autócratas atornillad­os al poder desde hace sesenta años. Dónde queda la superiorid­ad moral de una ideología incapaz de albergar sentimient­os humanitari­os sobre el drama de un país políticame­nte oprimido, civilmente destruido y económicam­ente estrangula­do.

No se trata de una cuestión de terminolog­ía –pues claro que es una dictadura, ¿qué si no?– sino de fibra ética, de integridad intelectua­l, de limpieza de espíritu, de noción elemental de la justicia. En el mundo moderno no ha lugar a la empatía, tácita o explícita, lineal u oblicua, con poderes autoritari­os ni con mandatario­s liberticid­as, y menos desde una autoprocla­mada convicción progresist­a. El Gobierno español y sus socios se han enredado en esa estúpida batalla nominal que los retrata, pero el problema está en los conceptos y en las actitudes, no en las palabras. Hablando con propiedad, Camila todavía no es libre, por desgracia. Simplement­e ha dejado de estar encerrada.

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