ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

Estrellas de verano

Como decía Unamuno, nos importa más un dolor de muelas que la existencia de Dios

- PEDRO GARCÍA CUARTANGO

EL verano es una buena época para contemplar el cielo nocturno. Hay que alejarse de Madrid, donde la contaminac­ión lumínica impide ver las estrellas. La altiplanic­ie castellana es un lugar ideal para presenciar la lluvia de meteoritos de los primeros días de agosto, conocida popularmen­te como las Lágrimas de San Lorenzo. Aprovecho mis vacaciones en Baiona para disfrutar del firmamento a medianoche. A esa hora brilla sobre nuestras cabezas Vega, una estrella que se halla a 25 años luz de nuestro planeta. Es mucho más grande que el Sol, pero no deja de ser un pequeño punto luminoso en la oscuridad.

Todo lo que pueden ver nuestros ojos son los cuerpos que forman parte de la Vía Láctea, la galaxia en la que se halla nuestro sistema solar. Se calcula que se tardaría en atravesar unos 200.000 años, viajando a la velocidad de la luz. Es tan grande que contiene alrededor de unos 300.000 millones de estrellas similares a nuestro Sol.

Por lo tanto, resulta imposible saber si hay algún tipo de vida en los confines de la Vía Láctea y no digamos en Andrómeda, la galaxia más cercana, que está a dos millones y medio de años luz. Con un pequeño telescopio, es posible distinguir Andrómeda en una noche clara de verano como una diminuta mancha gris en el firmamento.

He leído que la galaxia vecina contiene una cantidad de estrellas mucho mayor que la nuestra. Y al parecer hay casi un billón de galaxias en el universo que surgió de una gran explosión hace 13.500 millones de años.

Es necesario sopesar estas cifras para tomar conciencia de la ridícula pequeñez de nuestro mundo y de lo que representa­mos en el conjunto de ese universo de dimensione­s cuasi infinitas para nosotros. Por utilizar un símil, somos como un grano de arena en la enorme playa del tiempo.

Cuando se mira el cielo estival, es imposible dejar de sentir un sobrecogim­iento no ya sólo sobre los misterios de la materia y las distancias siderales, sino además sobre la precarieda­d y la finitud de la vida de cada hombre, un breve fulgor en la eternidad del devenir astral.

Soy consciente de que estas reflexione­s son inútiles porque cada uno de nosotros, al margen de lugar que ocupamos en el universo, estamos sumidos en las preocupaci­ones, no menores, de nuestra vida cotidiana. Como decía Unamuno, nos importa más un dolor de muelas que la existencia de Dios.

Que no seamos capaces más que de mirar a corta distancia, como una hormiga que no puede imaginar la existencia de vastos océanos, no es óbice para evitar el vértigo de sabernos tan insignific­antes en ese universo inmenso e inabarcabl­e. Cuanto más avanza la ciencia y entendemos la naturaleza de fenómenos como los agujeros negros o los púlsares, más solos y perdidos nos sentimos en el misterio de la materia. Demasiadas preguntas sin respuestas.

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