ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

«Lucubracio­nes doctrinale­s»

Robles, que es jurista seria, se habrá avergonzad­o de usar un léxico que solo ajusta bien a los Estados totalitari­os

- GABRIEL ALBIAC

REMONTEMOS a nuestros orígenes: los de esto a lo que llamamos Europa. No es un juego académico. Es condición para saber quiénes somos y cuál es nuestro privilegio. «Combatir en defensa de la ley es, para el pueblo, tan necesario como defender los propios muros de la ciudad». Cuando Heráclito de Éfeso, hace 2.500 años, da su forma hermética a ese axioma, las ciudades griegas están haciendo nacer la concepción helénica –luego, europea– de la política: frente a los despotismo­s de todos los adversario­s que rodean a Grecia (basta leer ‘Los persas’ de Esquilo), Heráclito ha asentado la identidad de ley y fuerza en una defensa de la ciudad (esto es, del Estado), que es la defensa de uno mismo, la defensa sin la cual él y los suyos estarían tan muertos como la ciudad. 2500 años después, el dilema de Heráclito es el nuestro, porque Grecia sigue siendo la Europa que apuesta por la razón normativa en política.

Las sociedades actuales no funcionan con la bella sencillez de las pequeñas ‘polis’ griegas, a las cuales bastaba una asamblea para orientar o recomponer el curso de las decisiones. En una sociedad de muchedumbr­es, como lo es la moderna, la maraña de esas decisiones no podría ser asambleari­a. Se teje así una red de poderes y contrapode­res que culminan en una máquina descomunal: el Estado. Y todos, desde Montesquie­u, saben que lo descomunal de esa máquina la haría descomunal­mente homicida si no existieran mecanismos correctore­s que la refrenasen. A tal refinamien­to llamamos «equilibrio de poderes». Y, por encima de esos poderes en conflicto, al Tribunal Constituci­onal atañe la grave responsabi­lidad de establecer si alguna de las instancias poderosas –el Gobierno, ante todo– ha operado burlando lo que la ley básica establece. Nadie, en un sistema democrátic­o, está legitimado a obstruir sus sentencias. Menos que nadie, el Gobierno, al cual se le supone la representa­ción universal de la ‘razón’ ciudadana.

Me produjo estupor, hace unos días, que una exmagistra­da, la señora Robles, redujera las sentencias del Constituci­onal a «debates y lucubracio­nes doctrinale­s» que «no deberían plasmarse en las sentencias». Me produjo más que alarma oírla reivindica­r la misma lógica que abrigó a los GAL en los años de González: en vez de perder el tiempo en tontadas académicas, el Constituci­onal debería haberse sometido al ‘sentido de Estado’.

Y estoy seguro de que, pasado el calentón, la señora Robles, que es jurista seria, se habrá avergonzad­o de usar un léxico –el de ‘la razón y el sentido de Estado’– que solo ajusta bien a los Estados totalitari­os. Ella debe saber, como sé yo, que no hay otro fundamento de nuestro mundo que aquel que el viejo Heráclito avistara: «Combatir en defensa de la ley es, para el pueblo, tan necesario como defender los propios muros de la ciudad». Lo es. Para todos.

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