ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)
La historia con orejeras
A figura del impetuoso corso nacido como Napoleone di Buonaparte sigue dividiendo al mundo doscientos años después de su muerte, a los 51 años, desterrado en el insalubre fin del mundo atlántico de Santa Elena y víctima de un cáncer de estómago (o de un envenenamiento por arsénico, según la versión novelera). Sus admiradores lo recuerdan como un genio militar, que devolvió el orden a Francia tras el caos revolucionario. También ensalzan su capacidad jurídica, con el influyente Código Napoleónico, y lo saludan como un modernizador. Sus detractores vemos a un ególatra sanguinario, que sembró de muerte Europa a su mayor gloria. El inteligente Thomas Jefferson no lo tragaba: «Un miserable que provocó más dolor y sufrimiento al mundo que cualquier otro ser que hubiese vivido». El ilustrado estadounidense lo consideraba «un espíritu tiránico», un «Atila que ha causado la muerte de cinco o diez millones de seres humanos». Hoy el debate sobre Napoleón se dirime donde debe: en la cancha de historiadores y literatos. Francia ha pasado de puntillas sobre su bicentenario. Sin embargo, a ningún legislador se le ha ocurrido dar ‘un nuevo significado’ al Palacio de los Inválidos de París, donde reposa en suntuosa tumba; y eso a pesar de que instigó auténticas atrocidades, como nos recuerdan con precisión sobrecogedora las violentas estampas de Goya. Tampoco se les ha ocurrido exhumarlo en un ‘show’ televisado a mayor gloria del Gobierno y trasladar sus restos en helicóptero hasta algún discreto camposanto periférico. La historia está ahí, con sus luces y sombras. No toca reescribirla desde el poder, sino intentar contarla con la mayor honestidad académica.
La ley de Memoria rezuma miopía doctrinaria y maniqueísmo. Echa sal a cicatrices que había cerrado el hermoso pacto de perdón mutuo de la Transición e impone una lectura única y obligatoria de hechos ocurridos hace 85 años. Se pretende un imposible: revertir a posteriori el resultado de una horrible guerra civil. Se divide a los españoles en ángeles y demonios, ignorando que hubo cabronazos en los dos frentes y también héroes que se jugaron la vida para salvar a personas del otro bando. Se soslaya que la mayoría de los combatientes se vieron enrolados a la fuerza y al azar, según quién mandaba en su lugar de residencia. Se olvidan el contexto, la violencia de la época y la batalla ideológica que se disputaba en toda Europa entre los totalitarismos comunista y fascista. Se obligará a enseñar en las escuelas que la República era una Arcadia feliz, cuando tuvo mucho de estado fallido y se vio saboteada incluso desde dentro (véase el golpe revolucionario socialista del 34). Se condenan los males de la dictadura de Franco, que en efecto llevó a cabo una represión atroz tras la guerra y proscribió las libertades, pero se prohíbe recordar que fue modulándose y contribuyó, por ejemplo, a crear la clase media y el ascensor social. Esta ley aspira a calarnos orejeras mentales, a prohibirnos leer la historia con las herramientas de la razón y el estudio. Putin y Xi auspician proyectos similares. Todo un indicio.
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