ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)
Sobriedad sin celebraciones para la inauguración
Los atletas desfilarán el viernes en un estadio sin público y con muy pocas personalidades
Juegos Olímpicos
Con los estadios vacíos y los atletas y periodistas sin poder moverse libremente para que la pandemia no se propague aún más, mañana se inauguran en Tokio los Juegos Olímpicos más raros de la historia. Pero hay cosas que no cambian, como la emoción que se espera de las competiciones y la expectación en torno a la ceremonia de inauguración, que empezará el viernes a las ocho de la tarde (una de la tarde, hora peninsular española).
Al igual que en ocasiones anteriores, el secreto más absoluto rodea a este acto. Pero ya se han desvelado algunos detalles precisamente por culpa del coronavirus, que ha obligado a replantear una ceremonia que, en condiciones normales, habría sido un espectacular alarde de masas. Sin público en los 68.000 asientos del Estadio Olímpico de Tokio, levantado sobre el que acogió los Juegos de 1964, la apertura de los Juegos será «sobria» y «sin celebraciones».
Así lo ha revelado un veterano productor ejecutivo de estas galas y hoy consejero del Comité Organizador, Marco Balich, en una entrevista con la agencia Reuters. «Será una ceremonia mucho más sobria, aunque con la belleza estética japonesa. Muy nipona pero en consonancia con el sentimiento de hoy, con la realidad», anunció Balich, quien se encargó de organizar los actos de Río en 2016 y Turín en 2006.
Como ya se esperaba, no habrá coreografías de masas para impedir contagios ni llamativas nubes de humo. En vez de regodearse en estos despliegues humanos y técnicos, «la ceremonia de apertura va a ser de algún modo única al centrarse solo en los atletas», desgranó Balich. Guiados por cientos de voluntarios, su desfile no congregará a más de 10.000 personas como otros años, ya que los atletas solo pueden entrar en la Villa Olímpica cinco días antes de competir y muchos de ellos no han volado todavía a Japón. Encabezados por la nadadora Mireia Belmonte y el piragüista Saúl Craviotto, que tienen cuatro medallas olímpicas cada uno, la delegación española saldrá en el puesto 88.
La presencia en las gradas se verá todavía más menguada. Tras la prohibición de espectadores en las gradas, los 10.000 invitados VIP que tenían previsto asistir se van a ver reducidos a apenas un millar. Y todos debidamente separados, al igual que los periodistas seleccionados para cubrir la ceremonia.
A la eliminación de invitados se ha sumado la baja voluntaria de importantes personalidades, como el presidente de Toyota, Akio Toyoda, y el consejero delegado de Panasonic, Yuki Kusumi. Aunque ambos son patrocinadores de los Juegos, han decidido distanciarse de ellos por el fuerte rechazo que hay en Japón a su celebración, ya que la mayoría teme que disparen el coronavirus y prefiere que se hubieran cancelado. Faltarán otros magnates empresariales y el presidente de Corea del Sur, Moon Jae-in, cuyo viaje ha sido suspendido a última hora por las inoportunas declaraciones de un diplomático nipón.
El clima es tan sombrío que, según informa la agencia de noticias Kyodo, el propio Emperador Naruhito tratará de evitar la palabra «celebración» cuando declare inaugurados los Juegos, y su esposa, la Emperatriz Masako, no acudirá a la ceremonia. Todo con tal de no expresar las muestras de júbilo habituales en estos actos para no herir los sentimientos de quienes sufren los efectos de la pandemia. De hecho, el COI quiere que estos Juegos sean un alivio contra el coronavirus.
Uno de los secretos mejor guardados es el encendido del pebetero con la llama olímpica. Esta vez, es un misterio todavía mayor porque el Estadio de Tokio no tiene pebetero y, según la organización, será instalado expresamente para las ceremonias de inauguración y clausura. Pero no se sabe dónde. Tras la apertura de los Juegos, el pebetero será trasladado a la bahía de Tokio. Para que no contamine, su fuego será prendido con hidrógeno producido en Namie, una de las zonas más afectadas por el tsunami de 2011 y el accidente en la central nuclear de Fukushima 1.
los tipos que nos vigilan los sustituyen cada ocho o diez horas. Ayer había una mujer. Me gustaría asistir al cambio de guardia para ver cómo les crujen las articulaciones. Aguantan toda la jornada rectos, tiesos como los palos de enderezar las tomateras, marciales, graves y silenciosos. No cruzan las piernas, no se levantan. A veces paso a su lado y me dan ganas de echarles una moneda a ver si hacen algo. No hablan ni siquiera con la señorita de la recepción, a la que miran fijamente porque a algún sitio hay que mirar, pero con la que no cruzan ni un vaya calor que hace hoy, señorita Tanaka. Llevan una gorrilla azul que pone ‘security’. A su lado hay unos folios.
En realidad, no sabemos a ciencia cierta si nos vigilan porque es la suya una presencia totémica y ferozmente inmóvil, pero nos infunden una especie de temor religioso que nos impide saltarnos la cuarentena. Ayer bajé a estirar las piernas a la recepción y quise trabar conversación con el hombre que estaba vigilando. Era un tipo gordo, que parecía ligeramente comunicativo. Le pregunté por los folios que tienen en la mesita. Me miró estupefacto, como si hubiera cometido un sacrilegio gravísimo o un atrevimiento inaceptable, farfulló algo en japonés y giró el cuello con violencia hacia otro lado.
Del hotel nos dejan salir un cuarto de hora para buscar comida en las tiendas del vecindario. La alternativa es que nos muramos de hambre, lo que probablemente daría mala imagen de la organización, así que nos permiten ese pequeño esparcimiento. A eso de las doce del mediodía vi a unos periodistas escandinavos (supongo que serían escandinavos porque eran rubios y me sacaban dos cabezas) firmando en los folios de la mesita. Al parecer, debemos dejar constancia de la hora de salida y de la de regreso. Nosotros solemos irnos a las bravas, como si nos alejáramos silbando del lugar del crimen, un poco por pereza y otro poco por ver si así provocamos de una maldita vez la reacción airada del vigilante. Tampoco se crean que luego andamos quemando Tokio: yo aprovecho la clandestinidad para comprar pollo frito y triangulitos de arroz. A los vigilantes, por supuesto, no los he visto nunca comer. Ni siquiera beber. No me extrañaría que fueran a pilas.
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