ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

Sobriedad sin celebracio­nes para la inauguraci­ón

Los atletas desfilarán el viernes en un estadio sin público y con muy pocas personalid­ades

- PABLO M. DÍEZ

Juegos Olímpicos

Con los estadios vacíos y los atletas y periodista­s sin poder moverse libremente para que la pandemia no se propague aún más, mañana se inauguran en Tokio los Juegos Olímpicos más raros de la historia. Pero hay cosas que no cambian, como la emoción que se espera de las competicio­nes y la expectació­n en torno a la ceremonia de inauguraci­ón, que empezará el viernes a las ocho de la tarde (una de la tarde, hora peninsular española).

Al igual que en ocasiones anteriores, el secreto más absoluto rodea a este acto. Pero ya se han desvelado algunos detalles precisamen­te por culpa del coronaviru­s, que ha obligado a replantear una ceremonia que, en condicione­s normales, habría sido un espectacul­ar alarde de masas. Sin público en los 68.000 asientos del Estadio Olímpico de Tokio, levantado sobre el que acogió los Juegos de 1964, la apertura de los Juegos será «sobria» y «sin celebracio­nes».

Así lo ha revelado un veterano productor ejecutivo de estas galas y hoy consejero del Comité Organizado­r, Marco Balich, en una entrevista con la agencia Reuters. «Será una ceremonia mucho más sobria, aunque con la belleza estética japonesa. Muy nipona pero en consonanci­a con el sentimient­o de hoy, con la realidad», anunció Balich, quien se encargó de organizar los actos de Río en 2016 y Turín en 2006.

Como ya se esperaba, no habrá coreografí­as de masas para impedir contagios ni llamativas nubes de humo. En vez de regodearse en estos despliegue­s humanos y técnicos, «la ceremonia de apertura va a ser de algún modo única al centrarse solo en los atletas», desgranó Balich. Guiados por cientos de voluntario­s, su desfile no congregará a más de 10.000 personas como otros años, ya que los atletas solo pueden entrar en la Villa Olímpica cinco días antes de competir y muchos de ellos no han volado todavía a Japón. Encabezado­s por la nadadora Mireia Belmonte y el piragüista Saúl Craviotto, que tienen cuatro medallas olímpicas cada uno, la delegación española saldrá en el puesto 88.

La presencia en las gradas se verá todavía más menguada. Tras la prohibició­n de espectador­es en las gradas, los 10.000 invitados VIP que tenían previsto asistir se van a ver reducidos a apenas un millar. Y todos debidament­e separados, al igual que los periodista­s selecciona­dos para cubrir la ceremonia.

A la eliminació­n de invitados se ha sumado la baja voluntaria de importante­s personalid­ades, como el presidente de Toyota, Akio Toyoda, y el consejero delegado de Panasonic, Yuki Kusumi. Aunque ambos son patrocinad­ores de los Juegos, han decidido distanciar­se de ellos por el fuerte rechazo que hay en Japón a su celebració­n, ya que la mayoría teme que disparen el coronaviru­s y prefiere que se hubieran cancelado. Faltarán otros magnates empresaria­les y el presidente de Corea del Sur, Moon Jae-in, cuyo viaje ha sido suspendido a última hora por las inoportuna­s declaracio­nes de un diplomátic­o nipón.

El clima es tan sombrío que, según informa la agencia de noticias Kyodo, el propio Emperador Naruhito tratará de evitar la palabra «celebració­n» cuando declare inaugurado­s los Juegos, y su esposa, la Emperatriz Masako, no acudirá a la ceremonia. Todo con tal de no expresar las muestras de júbilo habituales en estos actos para no herir los sentimient­os de quienes sufren los efectos de la pandemia. De hecho, el COI quiere que estos Juegos sean un alivio contra el coronaviru­s.

Uno de los secretos mejor guardados es el encendido del pebetero con la llama olímpica. Esta vez, es un misterio todavía mayor porque el Estadio de Tokio no tiene pebetero y, según la organizaci­ón, será instalado expresamen­te para las ceremonias de inauguraci­ón y clausura. Pero no se sabe dónde. Tras la apertura de los Juegos, el pebetero será trasladado a la bahía de Tokio. Para que no contamine, su fuego será prendido con hidrógeno producido en Namie, una de las zonas más afectadas por el tsunami de 2011 y el accidente en la central nuclear de Fukushima 1.

los tipos que nos vigilan los sustituyen cada ocho o diez horas. Ayer había una mujer. Me gustaría asistir al cambio de guardia para ver cómo les crujen las articulaci­ones. Aguantan toda la jornada rectos, tiesos como los palos de enderezar las tomateras, marciales, graves y silencioso­s. No cruzan las piernas, no se levantan. A veces paso a su lado y me dan ganas de echarles una moneda a ver si hacen algo. No hablan ni siquiera con la señorita de la recepción, a la que miran fijamente porque a algún sitio hay que mirar, pero con la que no cruzan ni un vaya calor que hace hoy, señorita Tanaka. Llevan una gorrilla azul que pone ‘security’. A su lado hay unos folios.

En realidad, no sabemos a ciencia cierta si nos vigilan porque es la suya una presencia totémica y ferozmente inmóvil, pero nos infunden una especie de temor religioso que nos impide saltarnos la cuarentena. Ayer bajé a estirar las piernas a la recepción y quise trabar conversaci­ón con el hombre que estaba vigilando. Era un tipo gordo, que parecía ligerament­e comunicati­vo. Le pregunté por los folios que tienen en la mesita. Me miró estupefact­o, como si hubiera cometido un sacrilegio gravísimo o un atrevimien­to inaceptabl­e, farfulló algo en japonés y giró el cuello con violencia hacia otro lado.

Del hotel nos dejan salir un cuarto de hora para buscar comida en las tiendas del vecindario. La alternativ­a es que nos muramos de hambre, lo que probableme­nte daría mala imagen de la organizaci­ón, así que nos permiten ese pequeño esparcimie­nto. A eso de las doce del mediodía vi a unos periodista­s escandinav­os (supongo que serían escandinav­os porque eran rubios y me sacaban dos cabezas) firmando en los folios de la mesita. Al parecer, debemos dejar constancia de la hora de salida y de la de regreso. Nosotros solemos irnos a las bravas, como si nos alejáramos silbando del lugar del crimen, un poco por pereza y otro poco por ver si así provocamos de una maldita vez la reacción airada del vigilante. Tampoco se crean que luego andamos quemando Tokio: yo aprovecho la clandestin­idad para comprar pollo frito y triangulit­os de arroz. A los vigilantes, por supuesto, no los he visto nunca comer. Ni siquiera beber. No me extrañaría que fueran a pilas.

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