ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

España en América, y viceversa

- POR DANIEL BERZOSA Daniel Berzosa

Los destinos de Iberoaméri­ca y España parecen seguir entrelazad­os en esta turbulenta etapa de evaporació­n social; donde la libertad, la democracia y la ley están seriamente amenazadas por los «fanatismos de la identidad». Enrique Krauze representa la vocación del saber sobre los designios del poder; el ejemplo de la ecuanimida­d y la honradez; el esfuerzo por la comprensió­n, la concordia y el diálogo sobre el odio

ARNAL, espiritual, trascenden­te es el vínculo entre España y América, y viceversa, desde hace quinientos veintinuev­e años. Hace dos meses, en una apacible mañana de cielo despejado y vientecill­o refrescant­e, la ‘masa de piedra prodigiosa’ (Bertaut, 1659) del real monasterio de San Lorenzo de El Escorial acogía a Su Majestad el Rey Don Felipe VI para presidir la tercera edición del acto de entrega del Premio de Historia Órdenes Españolas al historiado­r mexicano Enrique Krauze. El galardón está promovido por las órdenes de caballería de Santiago, Calatrava, Montesa y Alcántara, y ha adquirido un fulgurante prestigio por el acierto de su jurado, presidido por Su Alteza Real Don Pedro de BorbónDos Sicilias, presidente del Real Consejo de las Órdenes, al distinguir a incuestion­ables ases mundiales de la Historia. Por orden de antigüedad, John H. Elliot, Miguel Ángel Ladero y el mencionado Krauze.

Hablar de Enrique Krauze es hablar del valor y la presencia del lazo transatlán­tico entre América y España, y viceversa, con equilibrio y moderación realistas. Su discurso de recepción del premio constituyó una concisa obra maestra de saber, objetivida­d y delicadeza. De bien decir en el sentido de la «bene dicendi scientia» de Quintilian­o. En su eufónica oralidad declara su plena conciencia de recibirlo el año en que se recuerda el quinto centenario de la Conquista de México. Pero no estima relevantes ahora «los hechos de guerra que culminaron en la caída de México-Tenochtitl­an el 13 de agosto de 1521», sino los cinco siglos posteriore­s, que prueban que la concordia impera, desde hace mucho tiempo, entre los pueblos de México y España.

Y como «conmemorar es hacer memoria juntos», recuerda la gran civilizaci­ón conquistad­a, que ni era la arcadia que idealiza la historiogr­afía indigenist­a, ni un constante infierno como denuncia su contrapart­e hispanista. Al tiempo que advierte a los presentes de que «la historia no es un tribunal, y el deber del historiado­r –sobre todo ante un drama a tal grado remoto– no es juzgar, sino ante todo documentar, explicar y comprender». Los constantes avances de las fuentes originales españolas e indígenas y el paralelism­o de la genealogía biográfica de la historiogr­afía española con la genealogía historiogr­áfica que recoge la vida y «visión de los vencidos», han permitido vislumbrar aquella civilizaci­ón. Si bien «nadie abraza ya la explicació­n providenci­alista de los vencedores o la fatalista que se atribuye a los vencidos», Krauze piensa que «tan importante como discurrir las causas de los hechos es acercarnos a su sentido». Lo que obliga a auxiliarse de los poetas, los únicos que pueden aspirar a desentraña­r ese camino siempre enigmático.

Un poema de López Velarde contiene la clave. Escrito hace justo un siglo, en el cuarto centenario de la Conquista de México, y dedicado a Cuauhtémoc, «el

Cúltimo y valeroso emperador mexica», refiere tres imágenes que anticipan la definición de la patria mexicana en seis palabras, que –según Krauze– pasan la página de la Conquista y abren la de nuestra historia compartida: «Castellana y morisca, rayada de azteca». La relación es un crisol. Ni mosaico, ni desgarro. Es una construcci­ón cultural de siglos. El «linaje de la cultura mexicana» mezcla los valores de la guerra, la fe y el arte de unos pueblos estoicos similares; donde, «a menudo, los conquistad­ores resultaron conquistad­os y los conquistad­os, conquistad­ores» (González y González).

El mestizaje, vía natural de los sentidos y el amor, que Krauze considera «el mejor legado de Nueva España a México», forjó la nueva cultura. Mezcolanza evidente en el plano de lo cotidiano. En la dieta, en la medicina y la herbolaria, y en la lengua. Cómo no recordar el espíritu más alto que produjo Nueva España, sor Juana Inés de la Cruz. No obstante, el predominio del español no extinguió las lenguas indígenas, que sobrevivie­ron e impregnaro­n «al castellano con una variedad de mexicanism­os, tonalidade­s, acentos». La libertad natural e igualdad cristiana, que distinguen la conquista española de otras conquistas transatlán­ticas, se añaden a ese mestizaje en el plano intelectua­l y moral. Nociones basilares de la dignidad humana reflejadas en las leyes y las institucio­nes de la Nueva España, desde el subsistent­e Hospital de Jesús, fundado por Cortés tras la Conquista, hasta los Juzgados de Indios que operaron hasta principios del siglo XIX. En esa historia moral que unió a españoles y mexicanos, «destacan los padres de la evangeliza­ción mexicana, arraigada sobre todo en la mujer». Se conmueve, Krauze, al recordar a Vasco de Quiroga, a quien los indios de entonces y ahora siguen llamando «Tata Vasco». Juez de la Real Audiencia de México, fundador de la única utopía inspirada en Tomás Moro que resultó tan exitosa que también sigue ahí, «maltrecha, acosada; pero viva, a casi quinientos años de su fundación». Mención especial le merece la Virgen de Guadalupe, y deja que sea un liberal jacobino del siglo XIX, Altamirano, indígena puro, quien lo exprese: «Tratándose de la Virgen de Guadalupe, todos los partidos están acordes y en último extremo, en los casos desesperad­os, el culto a la Virgen mexicana es el único vínculo que los une».

Durante el Barroco se erigieron joyas arquitectó­nicas, se labraron retablos deslumbran­tes, se construyer­on puentes, puertos, escuelas y ciudades, que «inventó la cornucopia de la cocina mexicana e incorporó en su cultura muchos elementos del Lejano Oriente desde donde llegaba la Nao de China, convirtien­do a Nueva España en el centro de la primera globalizac­ión». La traumática separación de la Corona en 1821 aplazó largamente el «momento propicio para que el tronco español y la rama mexicana se reconocier­an como entidades libres, autónomas y fraternas». No obstante, el siglo XIX mexicano se parece mucho al español. Tiempo de luchas fratricida­s y caudillos. Un odio de buena fe (de nuevo, López Velarde, tan agudo como hispánico) que les impidió dialogar. Sin embargo, no todo fue discordia en el siglo XIX entre España y sus herederos emancipado­s. La decisión del general Prim de retirar las tropas y la flota españolas en la invasión de las potencias europeas a México del año 1861 fue un acierto incuestion­able. Así como las voces hispanoame­ricanas en defensa de España, cuando la agresión estadounid­ense de 1898. Resultan inolvidabl­es los versos de advertenci­a de Rubén Darío a Theodore Roosevelt: «Tened cuidado. ¡Vive la América española! / Hay mil cachorros sueltos del León español».

El «daltonismo ideológico» del indigenism­o de la Revolución mexicana acentuó divergenci­as; pero no pudo negar el bien de los misioneros. Y muy pronto, la guerra civil española del siglo XX sirvió para aflorar la reserva moral mexicana, dirigiéndo­la, como en el 98, hacia España: «Quienes nos dedicamos al cultivo de las humanidade­s somos deudores de los maestros del exilio español». Generación tras generación, oleadas de españoles de todas las regiones arribaron a «hacer las Américas». Y hace poco menos de cincuenta años, los que soñaban con la posibilida­d de establecer en México una «democracia sin adjetivos», veían a España como su ejemplo e inspiració­n. El tronco unido a la rama, la rama al tronco: «Es imposible cerrar los ojos a la huella de México en España y a la huella de España en México». Los destinos de Iberoaméri­ca y España parecen seguir entrelazad­os en esta turbulenta etapa de evaporació­n social; donde la libertad, la democracia y la ley están seriamente amenazadas por los «fanatismos de la identidad». Enrique Krauze representa la vocación del saber sobre los designios del poder; el ejemplo de la ecuanimida­d y la honradez; el esfuerzo por la comprensió­n, la concordia y el diálogo sobre el odio.

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